Para el artista lo más difícil no es lograr la ingenuidad y la frescura de la infancia. Lo más difícil es crear dentro de una tradición; ampliar el impulso y la riqueza de su corriente.
(Auguste Rodin. Recogido por Fernando Zóbel en
Cuaderno de apuntes. Galería Juana Mordó, Madrid 1974)
Fora de la Tradició, cap veritable originalitat.
Tot lo que no és Tradició, és plagi.
(Eugenio d’Ors, "Glosari, Aforística de Xènius", XIV,
La Veu de Catalunya, 31-X-1911)
Masterpieces are not single and solitary births; they are the outcome of many years of thinking in common, of thinking by the body of the people, so that the experience of the mass is behinf the single voice.
[Y es que las obras maestras no son logros aislados y solitarios; son el resultado de muchos años de pensamiento en común, del pensamiento colectivo de muchas personas, de tal suerte que, tras esa voz individual, se encuentra la experiencia de la masa.]
(Virginia Woolf, Una habitación propia, cap. 4
[trad.: Guillermo Tirelli])
INTRODUCCIÓN
Señoras académicas, señores académicos, señoras y señores:
Al tomar posesión en este acto de una plaza como académico de número de la Sección de Música de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando son muchas y muy variadas las emociones y reflexiones que me asaltan. Entre ellas está la de la gratitud a los que me propusieron en su día, hasta ahora solo colegas y amigos, y a partir de hoy también compañeros en esta Institución. Entro gracias a la confianza que en mí depositaron un magnífico intérprete y pedagogo, Joaquín Soriano; un prestigioso escritor, director y guionista, Manuel Gutiérrez Aragón, y un riguroso musicólogo y muchas veces temido crítico, José Luis García del Busto. A los tres les agradezco públicamente la confianza que en su día me demostraron al proponerme, y en justa reciprocidad me comprometo a no defraudarles en el cumplimiento de las tareas que en el futuro se me encomienden.
Pero no es menos la emoción que me recorre al repasar la relación de aquellos que me precedieron en la posesión de la medalla nº 30, que al final de este acto me será impuesta. En 1901 le fue otorgada a Emilio Serrano; en 1943 al Padre Nemesio Otaño; en 1958 al guitarrista Regino Sáinz de la Maza, y en 1983 a Antón García Abril, a quien tengo el grandísimo honor de suceder.
Todo ello se entrecruza con el hecho de que mi abuelo, el compositor Joaquín Turina, ocupó en esta misma Academia un puesto con la medalla nº 19, al ser nombrado en la vacante que se produjo por la renuncia a la misma de Manuel de Falla, ingresando oficialmente en agosto de 1939 y manteniéndola hasta su fallecimiento diez años después. La medalla pasó luego a estar en posesión de Benito García de la Parra, y desde 1956 hasta su muerte en 1973 fue su titular Julio Gómez, emparentado con mi abuelo como consecuencia del matrimonio de una de las hijas de aquel, Concha, con el hijo mayor de este, Joaquín, estrechándose de ese modo un vínculo no solo profesional, sino también familiar, del que formo parte junto a los restantes miembros —hermanos y primos— de la generación de los hijos y nietos de aquellos dos grandes artistas.
Además de poseer su misma medalla, Julio Gómez también sucedió a mi abuelo como catedrático de composición del Real Conservatorio de Madrid, donde a comienzos de la década de los 50 del pasado siglo fue profesor, entre otros muchos alumnos, de Antón García Abril, quien a su vez le sucedió en la cátedra a partir de 1971. En palabras de este último, Julio Gómez "era un maestro que te enseñaba la humanidad de la música" por encima de una técnica concreta y al margen de una estética específica. Y ese, y no otro, sería el mismo balance que yo haría tras mi paso, entre 1977 y 1981, por la cátedra de composición de Antón García Abril, en unos años de vértigo en los que el final de mi formación académica se superpone a la presentación pública de mis primeras obras como compositor, quedando diluidos en mi memoria el término de aquella etapa y el comienzo de esta, de tan estrechamente próximas como estuvieron.
Antón García Abril fue un gran maestro en ese sentido. En unas pocas sesiones iniciales sabía detectar muy bien el potencial de todos y cada uno de los alumnos que tenía ante él, y en cierto modo adecuaba el rigor de su enseñanza a las particularidades, exigencias y objetivos de cada uno de ellos. Tal vez no enseñaba, como él decía de don Julio, "la humanidad de la música", pero sí lo hacía "con humanidad", dotando a sus clases de un trato tan personal como personalizado en función de cada uno de sus destinatarios.
Finalizados mis estudios académicos, y tras el paréntesis de cuatro años como profesor del Conservatorio de Cuenca, a partir de 1985 pasamos a ser compañeros del claustro de profesores del Real Conservatorio Superior de Música de Madrid, y ello, junto a muchas actividades que, ya como colegas, compartimos (conciertos, entrevistas, charlas y mesas redondas, jurados en varios concursos de composición), permitió que se fueran sentando las bases de una buena amistad y de una excelente cordialidad profesional, mantenidas ambas hasta que la pandemia nos incomunicó físicamente y, desgraciadamente, terminó con su vida el 17 de marzo de 2021.
Con Antón García Abril (Madrid, Auditorio Nacional, 24 de febrero de 2017)
Dada la importancia de su ingente obra, afortunadamente muy conocida y divulgada, no creo necesario tratar con más detalle su figura como compositor de tantas y tan diversas facetas; por eso he preferido centrarme en el recuerdo que tengo de él como persona y destacar, de manera muy especial, las últimas ocasiones en que tuvimos un contacto muy estrecho. Se dieron todas ellas en el entorno de la Joven Orquesta Nacional de España, de la que fui director artístico desde febrero de 2001 hasta marzo de 2020, y en la que contamos con la presencia de Antón García Abril como compositor invitado en el Encuentro de septiembre de 2002 (con el estreno de su concierto para dos pianos y orquesta Iuventus); en el de enero de 2009 (con la interpretación de El Mar de las Calmas), y en el de enero de 2014 (con las Tres escenas del ballet "La Gitanilla"). En las tres fui testigo de primera mano de lo mucho que le ilusionaba poder vivir una estrecha convivencia de unos días con los integrantes de la orquesta, supervisando los ensayos, charlando con los intérpretes y compartiendo al final un éxito siempre grande gracias al talento de los jóvenes, al valor intrínseco de sus obras, y a la estrecha sintonía que en unos pocos días se generaba entre los músicos y él. Era un compositor feliz que sabía agradecer la entrega de sus intérpretes, volcándose con ellos. No olvidaré jamás su paso por la JONDE en esas tres ocasiones, como estoy seguro de que no lo olvidarán tampoco todos cuantos tuvieron la fortuna de disfrutar de su magisterio —y de su humanidad— en aquellos Encuentros.
Por todas esas razones, leer ahora este discurso de ingreso para ocupar la plaza que dejó vacante su fallecimiento, desde el mismo lugar en que hace casi 30 años le oí leer su Defensa de la melodía con que tomó posesión de la medalla nº 30 de esta Real Academia, a pocos meses de cumplirse el 150º aniversario de la creación de la Sección de Música de la que a partir de hoy pasaré a formar parte, es para mí un altísimo honor, lleno además de recuerdos, emoción y profundo cariño a su memoria.
* * *
I. TRADICIÓN, PLAGIO Y PASTICHE
De la infinidad de temas en los que podría haber centrado este discurso he optado por el que sin duda versaría mi tesis doctoral si en una improbable ocasión futura llegara a escribirla, y por eso me parece adecuado tratarlo en este acto. Lo que sigue no formaría parte de dicha tesis, pero sirve como "exposición de motivos" o simple declaración de las intenciones que me mueven ahora, y que me moverían si alguna vez llegara a abordar algo de más hondo calado.
Por otra parte, y como si se tratara de cualquier acto creativo, este discurso ha surgido bajo el impulso de una necesidad de autoexorcismo, de liberar mediante su redacción algunos recuerdos y obsesiones que me perseguían de antiguo y a los que solo podía poner fin el hecho de plasmarlos por escrito. Son muchos los que me acompañan, pero aquí me ocuparé solamente de dos; y para hacerlo cabalmente debo remontarme a una fecha tan lejana como junio o julio de 1963 o 1964 —en torno a mis once o doce años de edad—, cuando una mañana, regresando con mi padre a la casa familiar del nº 7 de la calle de Alfonso XI, de vuelta de un paseo por El Retiro, al pasar junto a la fachada derecha del Casón mi padre, señalándome hacia la parte superior del edificio, me dijo: "Fíjate en lo que pone ahí". Alcé la vista, y leí en el friso sobre las ventanas de la primera planta: "Todo lo que no es tradición es plagio". Yo tenía entonces apenas doce años, no sabía que el autor de aquella frase era Eugenio d’Ors, y por supuesto no entendí el significado de tan contundente afirmación. Casi sesenta años después sigo sin estar seguro de si en realidad he llegado a comprenderla totalmente, pero sí lo estoy de que me ha dado mucho que pensar, y que a encontrarle un sentido me ayudó mucho el leer, bastantes años después, el aforismo completo, del que solo conocía hasta entonces la segunda mitad, la inscrita en el friso del Casón: "Fuera de la tradición, no hay verdadera originalidad. Todo lo que no es tradición es plagio". La primera parte "explica" la segunda, y aunque el razonamiento de d’Ors es muy discutible, ya que los aforismos nunca son más que verdades a medias, no cabe duda de que su rotundidad es tan apabullante que puede llegar a hacer creer al lector que se trata en realidad de un axioma. En cualquier caso, no es tanto la contundencia del término plagio lo que me atrae, sino el peso que d’Ors pone en la tradición como punto de partida necesario para el surgimiento de algo nuevo.
En cuanto a la segunda obsesión que quiero exorcizar en este acto, debo remontarme al 2 de junio de 1984, fecha del fallecimiento en Roma del pintor Fernando Zóbel, con quien trabé amistad en mi etapa de profesor del Conservatorio de Música de Cuenca, ciudad en la que alternaba su residencia con Madrid desde hacía muchos años. Su afición por la música —él mismo tocaba la flauta de manera bastante aceptable— me hizo coincidir con él en numerosos conciertos, y especialmente en las veladas nocturnas que se prolongaban hasta altas horas de la madrugada en la Plaza Mayor de Pío XII, tras las clases y los recitales de los dos cursos de verano que me tocó organizar, como secretario del Conservatorio, en 1982 y 1983. Zóbel era una figura muy querida en Cuenca, tanto en el selecto entorno artístico como en el más ampliamente popular, y por ello no fue de extrañar el sobrecogedor silencio con que unos días más tarde fueron recibidos sus restos mortales por una ingente multitud situada ante la Catedral, en la que ofició el funeral Monseñor Federico Sopeña, que ocuparía unos años después el cargo de director de esta Real Academia. Al término del mismo, prácticamente toda la población conquense se dirigió a pie —siempre en el silencio más absoluto— hasta el cementerio de San Isidro, donde fue enterrado, en un espectacular entorno sobre la hoz del río Júcar (mientras se cerraba la lápida de la tumba, el Padre Sopeña me dijo al oído, no sin cierto humor negro: "¡qué sitio para resucitar!").
Tan solo unos días antes, la dirección de la Semana de Música Religiosa de Cuenca me había encomendado la composición de la obra-encargo para la edición de 1985, la nº XXIV del Festival. Y fue precisamente durante la procesión que acompañó a pie los restos mortales de Fernando Zóbel al cementerio de San Isidro cuando surgió el germen de la obra en la que iba a trabajar durante los meses siguientes: una misa de réquiem, que finalmente acabó llevando el título de Exequias (In memoriam Fernando Zóbel) y cuyo último movimiento, tras los seis habituales (sustituyendo, eso sí, la tremenda secuencia del "Dies Irae" por un esperanzador "Alleluia", como marcaba la nueva liturgia), fue una Procesión al cementerio. Exequias fue escrita para un coro mixto de cámara (20 voces) y una pequeña orquesta de 25 instrumentistas. Cada uno de los movimientos iba precedido por el canto litúrgico gregoriano de la misa de difuntos, que posteriormente era glosado de forma unas veces puramente instrumental, y otras con intervenciones del coro mixto. Solo en el último movimiento se unía al conjunto el coro gregoriano. Pero lo más relevante era que el canto gregoriano impregnaba en gran medida los movimientos instrumentales, o coral-instrumentales. De ese modo, en el Introito inicial un ricercare a 11 partes de la sección de cuerda se veía interrumpido en la zona central por la presencia del Te decet hymnus, Deus in Sion, reelaborado de manera atonal; en el tercer movimiento, un Alleluia básicamente coral, la presencia del canto gregoriano previamente cantado por el coro masculino daba paso a una extensa sección en que la larga melodía melismática propia del Alleluia, cantada al unísono por todo el coro mixto, se iba desplegando y acompañándose a sí misma, creándose un complejo entramado polifónico a 20 partes reales; en el Ofertorio, una melodía gregoriana era armonizada tonalmente, alternándose con fragmentos de la cuerda en una escritura estrictamente dodecafónica, en una suerte de coral variado deliberadamente forzado por la coexistencia en primer plano de lo atonal, lo tonal y lo modal. Y en el último movimiento, Processio ad coemeterium, era el propio coro gregoriano el que se unía al coro mixto para potenciar al máximo la presencia del canto litúrgico que le servía de base.
El estreno, celebrado el Miércoles Santo, 3 de abril de 1985, en la Antigua Iglesia de San Miguel de Cuenca, en una gran versión del Coro Villa de Madrid, la Schola Gregoriana Hispana y la Orquesta Sinfónica de Madrid, dirigidos todos ellos por José Ramón Encinar, tuvo un gran éxito de público, así como de crítica en los medios más importantes del momento. Pero a los pocos días me llegaron ecos de una crítica divulgada en un entorno muy especializado, casi reducido al ámbito del propio festival. Para su autor, Exequias no era otra cosa estéticamente que un "pastiche", bien elaborado en virtud de sus valores técnicos, pero un pastiche al fin y al cabo.
¡Un pastiche! El mazazo fue terrible. En ese momento, el término tenía para mí toda la carga peyorativa de que se ha imbuido a lo largo de décadas y ninguna de sus virtudes, y esa era sin duda la intención del crítico al calificarla así. Durante mucho tiempo viví obsesionado por esa idea, que debido a mi falta de experiencia y de seguridad en mí mismo llenaba de serias dudas la validez de mi posición estética y, con ello, la de la música que había compuesto y la mucha que me quedaba por componer. Escrita con apenas 32 años, Exequias era sin duda mi obra de más ambiciosa envergadura, si bien otras de dimensiones más reducidas no habían supuesto un esfuerzo menor, y en ellas había glosado también elementos del pasado. ¿Serían también un pastiche? De repente todo lo que había hecho hasta entonces se tambaleaba, hasta el punto de llegar a considerar si debía dar un giro radical a mis creencias estéticas, ya que no dejar de componer.
Pero afortunadamente ese periodo, aunque intenso, no fue excesivamente largo, y aunque doloroso al principio me alegro ahora, con la perspectiva del tiempo, de haberlo superado, porque me ayudó a relativizar el entorno que me rodeaba y, con ello, la posición que debía ocupar en él. Por causa de mi vocación tardía —empecé a estudiar música con 17 años ya cumplidos, cuando a esa edad lo deseable es dar comienzo al grado superior de esos estudios— me tocó iniciarme como compositor en un momento de plena "postmodernidad", en que quedó abierto un resquicio por el que pronto se "colaron" los conceptos de nostalgia y melancolía, proscritos hasta ese momento, y que permitió la vuelta en la creación artística a una cierta "humanización" —por seguir el símil de Ortega—, y la música no había de ser una excepción.
Tras escuchar repetidamente la grabación de mi obra y buscarle todos los pies estéticos posibles, no tardé en preguntarme si el problema ante la crítica que me afeaba haber compuesto un pastiche estaba en realidad en mi música o había que buscarlo más bien en una serie de prejuicios acumulados durante décadas sobre ese término. Poco más de dos siglos antes, el pastiche era una práctica habitual, consagrada por el uso e incluso "exigida" por un público que lo único que pedía a los compositores era que hilvanaran un espectáculo cuya acción y cuya música les permitieran disfrutar de sus cantantes favoritos, sin importarles demasiado la procedencia y la autoría de lo que cantaban. Producto de ello son, como ejemplo, más de una docena de títulos de óperas pastiche firmadas por Händel, compositor cuya obra, a su vez, fue "desguazada" tras su muerte por compositores posteriores que no dudaron en hacer con sus arias y coros originales lo mismo que él había hecho, con grandísimo éxito, con las de otros autores anteriores.
La práctica de esa forma de pastiche cayó en desuso y el término no tardó en adquirir las connotaciones peyorativas con las que se emplea cuando, como en el caso de Exequias, se critica con él el uso de elementos extemporáneos o de procedencia diferente a la de un acto creativo original por parte de quien trabaja con ellos para realizar una obra enteramente nueva, pero en la que se dan cita elementos reconocibles de la tradición, popular o culta, en lo que constituye una forma de reconocer su importancia, confiriéndoles "posteridad" por medio de su inserción en obras más tardías. Hasta la Real Academia Española parece abundar en ese carácter peyorativo del término, cuando en su primera acepción define el pastiche como una imitación o plagio, asimilando de ese modo ambos conceptos y sin dejar que transpire un mínimo de nobleza en su uso como procedimiento creativo, que es como he querido asumirlo en gran parte de mi obra posterior, con pleno convencimiento de estar haciendo lo correcto al utilizarlo de forma que siempre tuviera y le diera un sentido válido a la obra así compuesta. Es la misma línea estética en la que en la segunda década del pasado siglo se inició un nuevo nacionalismo —de origen culto, no popular— de la mano de Manuel de Falla, quien, siguiendo el camino intuido por Pedrell, en su Retablo de Maese Pedro no dudó en asomarse al pasado renacentista y barroco español para, conjugándolos sabiamente con su personalísimo lenguaje, crear una de las obras más originales del momento y abrir con ello la puerta a una práctica, la de la utilización de la tradición culta, que desde entonces no ha cesado de darse en la composición española, y de forma paralela en la del resto del mundo (recuérdese que El Retablo coincide en el tiempo con Pulcinella de Stravinsky). De ese modo, Guerrero, Correa de Arauxo, Cabanilles, Mudarra, Victoria, Bruna, Soler, Scarlatti, Boccherini… se han convertido en compañeros de viaje de varias generaciones de compositores españoles —entre los cuales me incluyo— que a lo largo de los últimos cien años han cultivado esporádicamente lo que ahora llamamos eufemísticamente borrowing, camuflando con el término inglés todas las connotaciones peyorativas de las que el vocablo pastiche se ha ido cargando durante décadas.
II. MÚSICA Y TEXTO
Borrowing (préstamo, en castellano) es, qué duda cabe, una palabra que está llamada a tener un gran éxito, tanto porque al ser su uso muy reciente no ha tenido tiempo de contaminarse de desprestigio, como porque, aunque inicialmente reservada al campo de la literatura, resulta perfectamente aplicable a un contexto más amplio. Al igual que el término inglés procede en origen de la práctica lingüística por medio de la cual se toman prestadas palabras de otra lengua para emplearlas en la propia, es muy frecuente en la historia de la Literatura la ampliación de la misma práctica a un texto de mayores dimensiones para su utilización dentro de un contexto distinto, con el cual puede mantener distintos tipos de relaciones en función del grado de semejanza y de su mayor o menor funcionalidad. En este caso hablamos de intertextualidad, una práctica antigua, pero cuyo concepto dentro de la teoría literaria es relativamente reciente, y que por analogía podemos hacer extensiva a cualquiera de las otras artes.
Y resulta evidente —y los músicos somos unos privilegiados por ello— que donde mejor puede aplicarse en nuestro ámbito el concepto de intertextualidad en su acepción más pura —la literaria— es cuando el sentido —abstracto— del discurso musical se enriquece con el significado —concreto— de un texto, en una simbiosis absoluta entre ambos códigos. Música y lenguaje comparten una sinestesia natural, hasta el punto de que podría afirmarse que aquella deriva de este, o al menos que ambos surgen de un tronco común; así se recrea magistralmente al final del capítulo XXIII de Los pasos perdidos, en el que Alejo Carpentier pone en boca del musicólogo cubano protagonista de su novela la mejor descripción que conozco sobre el origen mítico de la música (1):
[...]
Pero he aquí que todos echan a correr. Detrás de mí, bajo un amasijo de hojas colgadas de ramas que sirven de techo, acaban de tender el cuerpo hinchado y negro de un cazador mordido por un crótalo.
Fray Pedro dice que ha muerto hace varias horas. Sin embargo, el Hechicero comienza a sacudir una calabaza llena de gravilla —único instrumento que conoce esta gente— para tratar de ahuyentar a los mandatarios de la Muerte. Hay un silencio ritual, preparador del ensalmo, que lleva la expectación de los que esperan a su colmo. Y en la gran selva que se llena de espantos nocturnos, surge la Palabra. Una Palabra que es ya más que palabra.
Una palabra que imita la voz de quien dice, y también la que se atribuye al espíritu que posee el cadáver. Una sale de la garganta del ensalmador; la otra, de su vientre. Una es grave y confusa como un subterráneo hervor de lava; la otra, de timbre mediano, es colérica y destemplada. Se alternan. Se responden. Una increpa cuando la otra gime; la del vientre se hace sarcasmo cuando la que surge del gaznate parece apremiar. Hay como portamentos guturales, prolongados en aullidos; sílabas que, de pronto, se repiten mucho, llegando a crear un ritmo; hay trinos de súbito cortados por cuatro notas que son el embrión de una melodía. Pero luego es el vibrar de la lengua entre los labios, el ronquido hacia adentro, el jadeo a contratiempo sobre la maraca.
Es algo situado mucho más allá del lenguaje, y que, sin embargo, está muy lejos aún del canto. Algo que ignora la vocalización, pero es ya algo más que palabra. A poco de prolongarse, resulta horrible, pavorosa, esa grita sobre el cadáver rodeado de perros mudos. Ahora, el Hechicero se le encara, vocifera, golpea con los talones en el suelo, en lo más desgarrado de un furor imprecatorio que es ya la verdad profunda de toda tragedia —intento primordial de lucha contra las potencias de aniquilamiento que se atraviesan en los cálculos del hombre—. Trato de mantenerme fuera de esto, de guardar distancias.
Y, sin embargo, no puedo sustraerme a la horrenda fascinación que esta ceremonia ejerce sobre mí...
Ante la terquedad de la Muerte, que se niega a soltar su presa, la Palabra, de pronto, se ablanda y descorazona.
En la boca del Hechicero, del órfico ensalmador, estertora y cae, convulsivamente, el Treno —pues esto y no otra cosa es un treno—, dejándome deslumbrado por la revelación de que acabo de asistir al Nacimiento de la Música .
Sea como fuere, música y palabra son capaces de entretejer, por su mera naturaleza, una de las más perfectas relaciones intertextuales que pueden darse. Le basta al músico dejarse llevar por la música del lenguaje hablado —por la métrica de sus acentos, por la curva melódica de su entonación, por las dinámicas de su mayor o menor énfasis— para llegar a una gran asimilación entre ambas, que la maestría de un Mozart, un Schubert o un Wagner llevan a sus más altas cotas de expresividad en el ámbito del lied y de la ópera.
Durante muchos años estudié a fondo ese aspecto del lenguaje con el fin de conocerlo para extraer de él consecuencias que fueran aplicables a la musicalización de un texto. Me fijé especialmente en los aspectos melódicos y en la lógica que sigue la cadena de acentos que confiere al habla su sentido, sea éste enunciativo, interrogativo, exclamativo, conclusivo en mayor o menor grado… Y aplicando un oído eminentemente musical, no de lingüista, creí entender el mecanismo del habla que precede a la emisión de un acento y permite que este se configure, por medios exclusivamente melódicos y en modo alguno rítmicos o de intensidad, como tantas veces se afirma. Conocer ese aspecto microscópico del habla, así como el macroscópico de la sucesión entonativa en función del sentido del discurso, me permitió sacar una serie de consecuencias que, respetando las líneas melódicas maestras del texto, permitieran su manipulación controlada, con fines artísticos, de modo que el habla y el canto se potenciaran mutuamente.
He compuesto muchas obras vocales a lo largo de mi carrera, pero son dos con las que más he disfrutado, y las que mejor permiten ilustrar el modelo de intertextualidad que me interesa: la que se da en los propios textos, y aquella que resulta como consecuencia de su puesta en música. La primera data de 1992, cuando el Departamento de Lenguas Romances de la Universidad Colgate de Nueva York me encargó una obra para canto y un pequeño grupo de cámara destinada a conmemorar el V Centenario del Descubrimiento de América. El resultado fue un ciclo titulado Tres Sonetos, en el que dirigí la mirada a nuestros sin duda más célebres poetas del "Siglo de Oro" (Lope de Vega, Góngora y Quevedo) hasta encontrar un texto de cada uno de ellos que me asombraron por su modernidad, y que por tanto resultaban especialmente atractivos como base de una obra contemporánea .
El primero de los sonetos, de Lope de Vega, constituye un ejemplo perfecto de pastiche absoluto, por cuanto en él no hay ni un solo verso de Lope, sino que este, en un alarde de cultura, técnica e ingenio, toma versos diferentes procedentes de Horacio, Ariosto, Petrarca, Camoens, Tasso, El Serafino, Boscán y Garcilaso, para hilvanar con ellos un soneto riguroso que él mismo hace suyo al asignarle el número 112 de sus Rimas (de 1602).
DE VERSOS DIFERENTES, TOMADOS DE HORACIO, ARIOSTO,
PETRARCA, CAMOES, TASSO, EL SERAFINO, BOSCÁN Y GARCILASO
Le donne, i cavalier, le arme, gli amori,
en dolces jogos, en pracer contino,
fuggo per piú non esser pellegrino,
ma su nel cielo in fra i beati chori;
dulce et decorum est pro patria mori:
sforçame Amor, Fortuna, el mio destino;
ni es mucho en tanto mal ser adivino,
seguendo l'ire e il giovenil furori.
Satis beatus unicis Sabinis,
parlo in rime aspre, e di dolceza ignude,
deste pasado ben que nunca fora.
No hay bien que en mal no se convierta y mude,
nec prata canis albicant pruinis,
la vita fugge, e non se arresta un ora.
En este soneto de Lope —que en cierto modo anticipa lo que varios siglos después serán los "cadáveres exquisitos" de los poetas surrealistas franceses— se cumple escrupulosamente la principal definición que de pastiche da la Real Academia Española: "Imitación o plagio que consiste en tomar determinados elementos característicos de la obra de un artista y combinarlos, de forma que den la impresión de ser una creación independiente". En ese sentido, se ajusta a la forma de utilizar las ideas ajenas que un siglo después practicarán con tanto éxito Händel y otros muchos compositores barrocos, y exactamente con la misma despreocupación (Lope, al menos, incluye en el título del Soneto los nombres de los autores de los diferentes versos, honradez que se perderá con el tiempo).
La segunda obra a la que antes aludía es mi ópera D. Q. (Don Quijote en Barcelona), con libreto de Justo Navarro a partir de una concepción escénica de La Fura dels Baus. En ella se encuentran el mayor número de las muchas y muy variadas experiencias intertextuales que he tenido a lo largo de mi vida profesional. Además de las contenidas en el propio libreto —que cae con tanta frecuencia en la parodia de El Quijote como El Quijote lo hace con los libros de caballerías cuya lectura acaba por volver loco al protagonista—, se insertan en la música citas y giros en los que el oyente cultivado reconocerá sin problemas ráfagas y fragmentos procedentes de Tristán e Isolda, Parsifal, El oro del Rin, Las bodas de Fígaro, Madame Butterfly… e incluso de El Retablo de Maese Pedro, entre otras, con una intención paródica, si se quiere, pero también como homenaje o reflexión sobre la ópera en tanto género.
Obviamente, no es este el sitio apropiado para hablar de todo ese tratamiento intertextual, pero no quiero dejar sin recordar la que sin duda constituyó para mí la experiencia más interesante —o tal vez el adjetivo más apropiado sería curiosa—, por cuanto solo conocía de su existencia porque me habló de ella José Bergamín, una tarde de agosto de 1979, cuando le visité en su domicilio de la Plaza de Oriente con el fin de pedirle permiso para utilizar un poema suyo en mi obra para voz y piano Epílogo del misterio. No recuerdo ahora bien en qué contexto, pero en la más que amena conversación que siguió a la firma de la autorización me contó algunas cosas que llamaron poderosamente mi atención, y una de ellas fue la referida a los "monstruos", o textos falsos con que el compositor indica al libretista la disposición de palabras y acentos que, una vez sustituidos por el texto definitivo, pasa a acoplarse a una melodía previamente compuesta, como letra definitiva del cantable. Y remató el asunto diciendo: "Había monstruos que a la postre resultaban mucho más ingeniosos que el texto con el que luego se divulgaba la música así compuesta".
Y si bien en aquel verano de 1979 la charla con Bergamín me resultó tan amena como instructiva, nunca llegué a pensar que unos años después —casi veinte— también yo viviría muy de cerca una experiencia similar. En el verano de 1998 había terminado ya la composición del primer acto de D. Q., que habría de subir al escenario del Gran Teatro del Liceo de Barcelona en octubre del año 2000. A lo largo de ese primer acto, situado en un futuro muy lejano, don Quijote es adquirido en una casa de subastas de Ginebra por un multimillonario de Hong-Kong como regalo a sus hijas, quienes en el segundo acto lo exponen en el jardín de monstruos privado que poseen en la terraza de un rascacielos. Prisionero en una jaula "de aire y tiempo" (que acabó siendo la estructura de un zepelín en la fabulosa escenografía del malogrado Enric Miralles), don Quijote canta desde ella su aria de la nostalgia del tiempo en el que vivía y del que ha sido arrancado para ser llevado a un mundo futuro del que nada comparte.
Justo Navarro
Pues bien, después de tener la música del aria en mi cabeza y ya totalmente compuesta, semanas después aún no había recibido el texto que debería cantar el protagonista de la ópera en esa sección tan fundamental. Apremiado por los plazos (estábamos a poco más de año y medio de su estreno), y tras insistir a Justo Navarro acerca de la urgencia de que me entregara el texto del aria y el del resto del libreto, finalmente optamos por recurrir a un "monstruo", para lo que me pidió que no le proporcionara palabras o frases que pudieran condicionarle, sino sencillamente sucesiones de números, organizados en forma de versos en los que quedaran claros el ritmo y los acentos internos —la métrica, en una palabra— del texto final. Como ejemplo, esta fue la secuencia que le entregué de los tres primeros versos del comienzo del aria:
Tres-Dos-Tres-Seis,
Tres Catorce Dieciséis
Treinta y dos
Secuencia que acabó adoptando la siguiente traslación poética:
Yo sé quién soy,
Y no soy quien quiero ser,
Y lo sé
En donde, como puede verse, está contenida toda la personalidad de don Quijote —que no es otra cosa que un ejemplo "viviente" de intertextualidad—, a través de la inserción en el libreto por parte de Justo Navarro de una variación de la respuesta que el protagonista de la novela de Cervantes da en el capítulo V de la Primera parte al labrador que le ayuda a levantarse tras el apaleamiento que recibe por parte del mozo de mulas al final del capítulo anterior:
-Yo sé quién soy, y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que a ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías.
para cuya música opté por un lenguaje más tradicional (no del siglo XVII, cuidado, pues no se trataba de hacer ningún tipo de "reconstrucción histórica"), enfrentado al más contemporáneo de los personajes del siglo XXXI en que se desarrolla la acción.
Esta muestra de mi obra vocal es mínima, como corresponde a esta sesión, pero espero que sea suficientemente elocuente del espíritu que me anima a la hora de escoger el texto apropiado para su puesta en música, y de qué modo literatura y música pueden llegar a tejer poderosas relaciones intertextuales en cuanto a la lógica de sus discursos, pero también en cuanto a la aproximación de ambas al producto artístico final.
III. PRÉSTAMOS PROPIOS Y AJENOS
En este punto de mi intervención debe resultar ya evidente que su contenido rondaba por mi cabeza desde hace muchos años. Pero el trampolín que le ha permitido cobrar impulso para ser abordado aquí responde a la impresión que me causaron dos acontecimientos relativamente recientes —los dos tuvieron lugar en 2021—, y que si bien son independientes están estrechamente relacionados entre sí. Ambos son sendas pruebas de que la Historia del Arte la marcan unos cuantos centenares de artistas geniales, creadores de varios miles de obras maestras, a los que las decenas de miles de artistas mortales queremos simplemente parecernos. Por eso es tan perdonable la soberbia y la vanidad de los más grandes, como de agradecer la humildad que a veces se da en ellos; y en todo caso mi intención al traer aquí estos dos ilustres ejemplos no es otra que el que respalden con su autoridad la tesis de este discurso.
El primero no procede de la música, sino de la pintura, y su origen viene de la mano de la exposición "Pasiones mitológicas", organizada por el Museo del Prado en la primavera de 2021, donde Las Hilanderas de Velázquez se exponía junto al original de El rapto de Europa de Tiziano. Como sabemos, el cuadro de Velázquez es un claro tributo a grandes artistas que le precedieron y cuya obra admiraba profundamente. De los tres planos de los que consta la obra, en el primero es evidente la referencia a dos de los ignudi del techo de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, que nos enseñó a ver el antiguo académico de esta casa Diego Angulo Íñiguez. En el segundo plano asistimos a una escena en la que tres damas nobles contemplan a Minerva condenando a Aracne a hilar eternamente, como una araña. Por si la referencia fuera poca, Velázquez sitúa en el anteplano de esta escena una viola da gamba vista desde atrás, en clara referencia a la Música como remedio contra la picadura de dicho insecto. Y ya en el fondo, en una magistral rizadura de rizo, el tercer plano es la reproducción, en tapiz, del cuadro de Tiziano. En resumen: todo en Las hilanderas se relaciona con otra cosa ajena al cuadro —y al mismo tiempo todo ello es lo que constituye el cuadro—, en un ejercicio de intertextualidad tan conmovedor como genial, que añade a la obra de arte un plus de intelectualidad que la lleva de ser una mera muestra de dominio de la técnica a dotarla de una inventiva que pone en juego las capacidades de observación del espectador, o del oyente en el caso de la música. Ya no es solo el cuadro, o la partitura, lo que cuenta, sino que la maestría que se le debe suponer a su autor corre en paralelo con las referencias a la propia historia del arte correspondiente, llevando así mucho más allá del puro deleite para los ojos o para los oídos a la obra resultante. El juego intertextual es, pues, un objeto de goce por sí mismo, tanto para los sentidos como para el intelecto, porque inevitablemente intertextual es la propia esencia del ser humano, que hereda, hace suyos y transmite siglos de historia, tradición y cultura por el mero hecho de estar en el mundo.
Velázquez, Las hilanderas (1657)
Miguel Ángel, Techo de la Capilla Sixtina (1512)
Tiziano, El rapto de Europa (1559-1562)
El otro acontecimiento fue estrictamente musical, y su origen se remonta a noviembre de 2020, en que transcurridos solo unos pocos meses desde el principio de la pandemia de la COVID-19, recibí de la Orquesta y el Coro Nacionales de España el encargo de realizar una versión para orquesta reducida de la Sinfonía nº 2 (la sinfonía Resurrección) de Gustav Mahler, con el fin de que fuera interpretada en octubre de 2021, en el concierto conmemorativo del 50º aniversario de la presentación del Coro Nacional de España, en octubre de 1971, con esa misma obra y junto a la Orquesta Nacional, dirigidos por su entonces titular, Rafael Frühbeck de Burgos.
No voy a hablar aquí de detalles de mi trabajo de reorquestación de la sinfonía de Mahler, que no fue otro que reescribir para 55 músicos una obra pensada para 110 con el fin de que pudiera ser ejecutada cumpliendo con los protocolos de seguridad y de distancia entre los músicos entonces exigidos, pero sí de algo que me llamó mucho la atención al documentarme sobre la misma antes de abordar la tarea. Y es que, como tantas veces sucede en cualquier clase de arte, pese a su abrumadura contundencia y a su asombroso sentido unitario, la composición de la Sinfonía nº 2 no surgió de un único trazo creativo, sino de varios impulsos dispersos y bastante separados en el tiempo. Sabemos que Mahler inició el primer movimiento en enero de 1888, y que una vez concluido fue publicado e interpretado como un poema sinfónico titulado Todtenfeier ("Celebración de la muerte"). No pasó a formar parte del proyecto de una nueva sinfonía hasta el verano de 1893, terminando en unos meses los tres movimientos centrales, y completándose la obra en 1894 con un movimiento sinfónico-coral, concebido bajo la influencia de la escucha, durante el funeral de Hans von Bülow, de un coral que llevaba como texto el poema Auferstehn ("Resucitar") de Friedrich Gottlieb Klopstock (1724-1803), del que Mahler toma para su sinfonía las dos primeras de sus cinco estrofas, completándolo con un emotivo texto propio en una colaboración literaria tan curiosa como poco habitual.
Gustav Mahler (1860-1911)
Análogamente, el arco que va desde la música fúnebre del primer movimiento a la apoteosis de la resurrección final no sigue un desarrollo creativo tan lógico como podría esperarse, dada la disparidad de los tres movimientos centrales, que simbolizan los aspectos positivos y negativos de la vida: al ländler del segundo le sigue un scherzo en el que Mahler utiliza la parte de piano del lied Des Antonius von Padua Fischpredigt ("El sermón de Antonio de Padua a los peces"), que como el cuarto, Urlicht ("Luz primordial"), proceden del ciclo de lieder basados en textos de la colección de cantos y poemas alemanes antiguos Des Knaben Wunderhorn ("El cuerno mágico de la juventud", o "La trompa maravillosa del muchacho", si se quiere), recopilados en 1805 por Achim von Arnim y Clemens Brentano, y a la que Mahler prestó especial atención entre 1888 y 1901, fechas de la composición del primer y último de los veinticuatro lieder que configuran sus ciclos del mismo título para voz y piano y para voz y orquesta. La coincidencia de fechas de la composición de estos ciclos con las de las sinfonías segunda, tercera y cuarta lleva a una estrecha interrelación: Urlicht quedó fuera de ellos para instalarse definitivamente como cuarto movimiento de la Segunda Sinfonía, el lied sobre San Antonio perdió su parte vocal, y Es sungen drei Engel ("Cantaron tres ángeles") y Das himmlische Leben ("La vida celestial") pasaron a servir de base a los movimientos quinto y cuarto, respectivamente, de las Sinfonías 3ª (1896) y 4ª (1900). Si a eso se añade la cita casi literal, al final del scherzo, de los cuatro últimos compases de Das ist ein Flöten und Geigen ("Al son de flautas y violines"), del ciclo Dichterliebe ("Amor de poeta") de Robert Schumann, está claro que la música de Mahler representa un claro ejemplo de intertextualidad a través del uso de elementos tanto ajenos como propios, así como de ausencia de prejuicios ante el mito del carácter sagrado e inviolable de la obra de arte. Mahler compone, pero también desguaza, recorta y superpone músicas propias y ajenas, modificando a su mejor conveniencia obras anteriores que, aunque concebidas con una intención concreta, pasan a ocupar un nuevo lugar en la producción general del compositor.
Pero lo más llamativo es que varias décadas después el italiano Luciano Berio, fuertemente impresionado por la versión que de esta sinfonía protagonizó en la temporada 1967-1968 la Filarmónica de Nueva York con Leonard Bernstein al frente, tomara prestado el scherzo para, utilizándolo a modo de "contenedor", crear a partir del mismo el fabuloso collage que constituye el tercer movimiento de su Sinfonía, de 1968, en el que sobre la música de Mahler se superponen sin orden aparente citas musicales de muy diversa procedencia (Bach, Schönberg, Debussy, Ravel, Strauss, Berlioz, Brahms, Berg, Hindemith, Beethoven, Wagner, Stravinsky, Boulez, Stockhausen o Ives), así como fragmentos hablados y cantados —solfeados, en realidad, por el octeto vocal solista— tomados de El Innombrable de Samuel Beckett, junto con textos de Joyce y de Lévi-Strauss, e incluso slogans escritos por los estudiantes en los muros de la Sorbona durante la insurrección de Mayo de 1968 en París. ¿Devalúa algo el valor de este movimiento el hecho de haber utilizado el procedimiento de "recortar" de aquí y allá y "pegar" esos fragmentos sobre una música ajena? A mi modo de ver en absoluto, porque ni la intención ni el resultado son un burdo y descarado plagio, sino muy al contrario un trabajo intelectual de primera magnitud, en el que intención, realización y resultado alcanzan una altura intelectual indiscutible que hace que cualquier intento de crítica que apunte a "frivolidad" o "superficialidad" carezca de sentido. Y para que no haya dudas, las referencias al procedimiento utilizado en esta obra evitan cuidadosamente el vocablo pastiche para aplicarle el de collage, lo que crea un paralelismo con la terminología de las vanguardias pictóricas que otorga a la música así compuesta un prestigio adicional.
Como Velázquez en Las hilanderas, como hará Händel unas décadas más tarde y actuarán Mahler y Berio más de dos siglos después, la inclusión en la propia de la obra ajena es una constante en la Historia del Arte, porque sin duda también lo es en la forma de pensar y actuar del ser humano. La cita, el borrowing, el collage, el pastiche… son meras formas de intertextualidad, de conversar —como diría Zóbel— con nuestra historia, nuestra cultura y nuestra tradición, para crear una obra propia y personal, pero abierta a la presencia de aquellas, que puede adoptar la fisonomía de una parodia, por supuesto, pero también de un homenaje o de una amplia reflexión sobre nuestra forma de estar en el mundo, con un pie en el pasado y otro en el futuro para alcanzar un estado óptimo de equilibrio vital.
CODA
La coda de este discurso es el momento apropiado para resumir su contenido y sus intenciones. Me he remontado casi al inicio de mi trayectoria profesional, hace ya cuarenta años, para dejar constancia de que mi interés por la intertextualidad se origina en conexión con el término pastiche, y por esa razón quiero terminar con una última referencia al mismo, abogando desde aquí por que se elimine la carga peyorativa que lo recubre y a sus diversas acepciones se sume una más, que en justicia también le corresponde: la de un procedimiento serio y profundo, en el que el disfrute ante la nueva obra de arte en la que se dan cita elementos de otras obras anteriores, sean propias o ajenas, proporcione un auténtico placer para la mente y para los sentidos, tanto para quien la crea como para el oyente o el espectador a quien va dirigida, poniendo en juego una serie de elementos en los que interviene de forma decisiva el conocimiento —y con ello el respeto— de la tradición en la que se inserta nuestra cultura.
Y como todo lo que comienza tiene que terminar, y a modo del "perdonad sus muchas faltas" de los sainetes antiguos, solo me queda decir que, si bien he ilustrado con varios ejemplos las más importantes acepciones del término pastiche, desde las que se refieren a su uso histórico hasta las que se aplican de forma peyorativa, queda aún una, claramente más cercana a su intención negativa, para que el repaso no resulte incompleto. Me refiero a la que define pastiche como la mezcla de cosas diversas que no producen ningún efecto ni tienen orden, y de la que espero que este discurso no haya sido un elocuente ejemplo.
Muchas gracias.
(1) Alejo Carpentier, Los pasos perdidos, cap. XXIII (primera edición: Ed. Ediapsa. México, 1953).
(2) Como me había ocurrido unos años antes con la Fantasía X de Mudarra, llena de disonancias y efectos armónicos que debían sonar sumamente extraños a los oídos de sus contemporáneos, para componer mi obra orquestal Fantasía sobre una Fantasía de Alonso Mudarra.
Al dar hoy la bienvenida a esta Academia a José Luis Turina, sé que con ello hubiera satisfecho uno de los deseos más fervientes de Federico Sopeña, una figura de larga andadura en esta casa en la que ocupó todos los cargos que se pueden ocupar, o casi todos. Una figura muy querida por muchos de los que hoy formamos parte de la Academia, en cuya formación fue persona fundamental; baste recordar que José Luis García del Busto, nuestro hoy imprescindible Secretario General, fue uno de sus principales discípulos; qué decir de nuestro hermano mayor en el discipulado, Antonio Gallego, que ha ocupado en la Academia casi tantos puestos como los de su maestro, nuestro maestro. Viene todo ello al caso porque hace ya muchos años, el Pater, como tratamos siempre sus alumnos a Federico Sopeña, me comentó lo que le gustaría vernos un día a José Luis Turina y a mí como miembros de la Academia que entonces él presidía.
Pero no es de Federico Sopeña de quien tengo que hablar hoy. Tiempo habrá de que se devuelva su figura al altísimo lugar que en la historia cultural de este país merece y del que solo por parciales, torticeras e interesadas apreciaciones se le ha desalojado.
Me han pedido que comience estas palabras repasando la biografía de mi colega y sin embargo amigo, amiguísimo, diría yo, José Luis Turina. Es algo que personalmente no creo necesario, pero el protocolo es el protocolo, de modo que lo más rápidamente que pueda, habida cuenta de su extensión, daré cuenta de la trayectoria del nuevo académico.
Aparte de todos los Premios Extraordinarios que se pueden dar durante la etapa de estudios en el conservatorio, donde se graduó en Madrid en mil novecientos ochenta y uno, Turina había despuntado ya dos años antes al resultar finalista del concurso "Trofeo Arpa de Oro" de la Confederación Española de Cajas de Ahorros. El mismo año de su graduación obtuvo el Primer Premio del concurso "Centenario de la Orquesta del Conservatorio de Valencia", y cinco después el "Premio Reina Sofía" de la Fundación Ferrer-Salat. Ha sido profesor de Armonía, Contrapunto y Fuga, Composición, Historia de la Música, Formas Musicales, Secretario y Director hasta mil novecientos ochenta y cinco del Conservatorio de Cuenca; profesor del Real Conservatorio Superior de Música de Madrid, del Conservatorio Profesional de Música "Arturo Soria", de la Escuela "Reina Sofía" de la Fundación Albéniz, y durante veintiún años profesor de Análisis de la Escuela de Altos Estudios Musicales de la Real Filharmonía de Galicia en Santiago de Compostela. Es académico correspondiente de las Academias de Bellas Artes de Sevilla y de Granada; ha formado parte del Consejo de la Música del INAEM; ha ocupado el cargo de Presidente de la Asociación Española de Jóvenes Orquestas; ha sido galardonado con la Medalla de Oro del Real Conservatorio Superior de Música de Madrid y con el Premio Nacional de Música en mil novecientos noventa y seis, junto a Teresa Berganza. De su extenso catálogo, si hubiera que destacar algún título me decantaría, por enjundia y resonancia pública, por el estreno en octubre del año dos mil de la ópera encargo del Liceu de Barcelona, D. Q. (Don Quijote en Barcelona) . Y para concluir: desde el uno de febrero de dos mil uno hasta el veintinueve de febrero de dos mil veinte, diecinueve años pues, ha sido esforzado, brillante y queridísimo por sus integrantes, Director artístico de la Joven Orquesta Nacional de España (JONDE).
Lectura del discurso de contestación de José Ramón Encinar
José Luis Turina me facilita, con su ordenado y formal discurso, connatural en él, evitar la inercia a una dispersión que sería lógica por el cúmulo de episodios en común que hemos tenido hasta hoy y que, en ello confío, se incrementarán en el futuro. Seguiré en mi glosa, punto por punto, los "periodos" en que José Luis, como si de una composición musical más se tratase, ha estructurado su intervención.
Comienza el discurso haciendo un repaso a sus brillantísimos antecedentes familiares en el campo musical. Ni él ni yo tuvimos la fortuna de conocer a su abuelo, el Maestro Joaquín Turina. Sí, en cambio, a don Julio Gómez, en persona y en el recuerdo, en la veneración más bien, del hijo de este, el queridísimo y añorado Carlos Gómez Amat, casi tío de nuestro Turina. De él, de don Julio, conocí muchos más detalles a través de su hijo que los que me proporcionaron los múltiples encuentros con el Maestro, de la mano de mi abuelo, cuando con frecuencia por la vecindad nos encontrábamos por la calle Narváez, acompañado él por su nieto Joaquín, primo de José Luis. Por su infrecuente y notable cultura, por su sentido del humor, por su apego a la tradición —Don Julio se consideraba, en palabras propias, un músico del siglo diecinueve— creo que muchos rasgos de mi compañero de generación provienen de ese antecedente.
Y continúo en el discurrir de sus propias palabras. Su tardía vocación. Al enunciarla, José Luis nos ha hablado con devoción de su maestro, nuestro llorado compañero Antón García Abril, y ha ensalzado su extraordinaria figura como profesor. Y aquí va una pequeña revelación íntima: mucho antes de que la pandemia y su consecuencia redujese dolorosamente nuestra Academia, Antón García Abril y yo comentamos la verdadera "necesidad" de que, cuanto antes, José Luis Turina se sentase entre nosotros. Qué lejos estaba el Maestro de suponer que así iba a ser, y, por añadidura, ocupando el antiguo alumno la vacante que él mismo dejaría.
José Luis Turina, en sus palabras, da testimonio de que sus últimos pasos como estudiante se solaparon a los primeros como compositor profesional. Todavía recuerdo cómo en su exordio, en el ámbito de aquel ya lejano Concurso de Composición de la Confederación Española de Cajas de Ahorros, dejó a todos deslumbrados con su Crucifixus para orquesta de cuerda, por la madurez, la claridad de ideas y lo que más asombró en su momento: el impresionante dominio técnico de que hacía gala, no ya recién salido de las aulas del conservatorio, sino aún cursando los últimos estudios. Incluso, qué situación increíble, hubo mayores que, con absoluta buena intención, aventuraron que era tal su maestría del oficio que quizá ese "exceso" de técnica pudiese aherrojar en demasía las dotes creativas del incipiente maestro. Afortunadamente, la experiencia ha demostrado sobradamente que el peligro había sido conjurado desde un principio por el equilibrado conjunto de dotes de nuestro ya compañero. Diría aún algo más concreto. No solo la creatividad estrictamente musical de nuestro compositor ha quedado en evidencia una y mil veces, sino que la muy diversa procedencia de sus estímulos acredita lo que no puede ser de otra manera en un verdadero creador: su permeabilidad a varias áreas del saber, su cultura amplia y exquisita, algo que, por mor de su discreción y modestia, puede pasar inadvertido a más de una persona que no le conozca en proximidad. Nos ha puesto al día de su profundo interés por la lingüística, aunque él se califique casi de profano en la materia. ¡Qué cerca parece su interés del que desarrolló durante tantos años, con igual finalidad y logros que hoy forman ya parte de la Historia de la Música, Leos Janacek! En el estudio de la prosodia de su idioma, el checo, Janacek sentó la base compositiva de su considerable obra vocal que, estoy seguro, José Luis ha estudiado en profundidad.
Después, nos ha introducido en el extraordinariamente atractivo mundo, su mundo, de la intertextualidad, algo que otros, con igual justicia y un punto más de ensoñación, calificarían de "juego de espejos". Y en ese capítulo José Luis nos ha contado cómo una crítica algo malintencionada le alteró hasta el punto de sumirle en una crisis, supongo que la primera de varias —esas crisis tan necesarias en todo creador— para salir de ella con su criterio felizmente reforzado. ¿Pastiche? Por si no fuese suficiente la honda huella que en la Historia de la Música ha dejado el pastiche como horma musical, el modo en que supuestamente lo utiliza José Luis Turina da ya suficiente lustre de actualidad a un modo compositivo que no necesita revalorización alguna. Tengo para mí que la música, la composición musical, es fundamentalmente forma, y la maestría con que en ese aspecto se desenvuelva el compositor medirá con justicia su real talento. Nuestro flamante nuevo académico es maestro absoluto en ese campo. Cuando, más allá de utilizar diversas fuentes, diversos procedimientos, como si de una aproximación a la técnica del collage se tratara —caso de sus Exequias en memoria de Fernando Zóbel—, recurre a citas textuales con entidad propia como material, como ocurre también en otra de sus obras que nos ha citado, su Fantasía sobre una Fantasía de Alonso Mudarra, ya no hay préstamo, ni mucho menos pastiche. Se trata de paráfrasis extraordinarias en las que, junto a la imaginación, enseñorea un absoluto dominio de la técnica, ya sea formal, orquestal, camerística, vocal o instrumental. Un modo, casi un sistema de trabajo, no tan diferente como se pudiera pensar del ejercido, por poner un ejemplo, por parte de quien fuera su maestro en Roma, Franco Donatoni, en su Etwas ruhiger im Ausdruck sobre un material de Arnold Schönberg.
Vuelvo a mencionar el asombroso oficio de José Luis Turina para abordar ya el último tramo de mi contestación, pues recojo la mención que nos ha hecho del encargo recibido de la Orquesta Nacional de España para realizar una reorquestación,"reducida" a cincuenta y cinco instrumentistas a partir de los ciento diez originales, de la partitura de la Segunda Sinfonía de Gustav Mahler. Nada hay de qué extrañarse de que tal encargo recayese precisamente en nuestro compositor, pues una de sus raras habilidades consiste en dominar la orquestación de tal modo que, si se lo propone, como en varias ocasiones ha hecho, consigue que un grupo instrumental reducido obtenga una sonoridad sinfónica, mientras que en otras ha dotado a la masa orquestal de especial transparencia, como ocurre en muchos episodios de su no suficientemente celebrada Don Quijote en Barcelona, ópera (abro paréntesis) en cuya producción tuvo la buena y la mala suerte de contar con La Fura dels Baus: buena por la extraordinaria puesta en escena del grupo teatral, mala por la desigualdad mediática existente entre La Fura y el compositor, cuya figura no tuvo el realce que merecía sobradamente.
Cierro paréntesis. Contar con la intervención de José Luis Turina es absoluta garantía de éxito en todos los aspectos, muy en especial en el desempeño del oficio. Así, ha tenido encargos tan imaginativos como aparentemente atrevidos como el que recibió del Maestro Jordi Casas de realizar una versión estrictamente coral de la Ritirata Notturna de Madrid de Luigi Boccherini, página compuesta para quinteto de cuerda y que ha conocido varias versiones orquestales, entre otras, la extraordinaria de Luciano Berio para gran orquesta. De ahí la disparatada propuesta, verdadera "boutade", que con motivo de su elección como académico le arrojé a modo de desafío bienhumorado y cariñoso para su ejecución en este acto de ingreso: realizar una versión para trío de clarinete, violín y piano de la Sinfonía de los Mil de Gustav Mahler.
Como en el discurso al que estas palabras dan contestación, también yo voy a acabar con una coda, destinada a glosar alguna que otra actividad extramusical de nuestro protagonista, de considerable importancia por la solidez y por su duración en el tiempo. En su momento, José Luis Turina se involucró a fondo en la renovación del sistema de enseñanzas musicales y, como en todo, lo hizo a conciencia. Posiblemente haya sido el único momento de nuestro compañerismo bien entendido en que, de forma tácita, no hayamos estado completamente de acuerdo; tampoco en completo desacuerdo. Y es que (¡ay, la política!), como escribió Rafael Alberti, "...aquí el juego del arte comienza a ser un juego explosivo". Todo lo contrario de lo que ha sido el paso de José Luis Turina por el mundo de la gestión, concretamente como responsable de la Joven Orquesta Nacional de España. Creo que las diferentes promociones de valiosos instrumentistas que han pasado por la JONDE en esos años, todos ellos, conservan el convencimiento de haber sido unos privilegiados por haber tenido al frente de la institución a un compositor, a un músico de la entidad de José Luis Turina, un intelectual, un director artístico y lo que es más, un tutor, de la categoría humana de nuestro nuevo compañero. Han sido casi veinte años espléndidos por planificación musical, cuidado en la organización de los pormenores, entrega personal que, sin duda, los jóvenes profesores que han pasado por la JONDE —me consta que así es— no olvidan.
No debo extenderme más. La alegría que me produce el ingreso de José Luis Turina en esta Academia es pareja al brillo que su presencia va a aportar a la Sección de Música de esta casa, cuyos ciento cincuenta años de existencia se cumplen en este dos mil veintitrés.
La docta maestría de Joaquín Turina y de Julio Gómez tiene hoy feliz y brillante continuación familiar en el ingreso del nuevo académico. Bienvenido, José Luis, a esta tu casa.
Imposición de la medalla nº 30 por el director de la RABASF, Tomás Marco