Portada del nº 36 de la revista Excelentia
(Madrid, noviembre de 2023)



Les jolis coins

Artículo publicado en el nº 33 de la revista Excelentia. Madrid, noviembre-diciembre de 2023


En un cuaderno de apuntes manuscritos titulado Cuadros y escenas a través de mi vida, en el que recoge sus recuerdos hasta 1907, Joaquín Turina escribe en el apartado correspondiente a 1903: "… en el paraíso de dicho teatro [el Teatro Real] conocí a Manuel de Falla, que escribía a la sazón una zarzuelita [Los amores de la Inés] para Loreto Prado y Chicote y planeaba La vida breve".


Más adelante, en el apartado correspondiente a 1907, consigna: "Manuel de Falla. El ilustre compositor gaditano llegó a París para ampliar sus estudios, hospedándose en el Hotel Kléber [el mismo en que residía Turina]. Pronto entró en relaciones con Claude Debussy, quien, además de darle algunos consejos, le arrastró un poco hacia las actividades del Conservatorio, rival entonces de la Schola [la Schola Cantorum, donde estudiaba Turina bajo la férrea tutela de Vincent D'Indy, entre otros]. Solíamos ir juntos todos los domingos a los conciertos de la Orquesta Colonne".



Y algunos párrafos después añade: "Ayudado por unos cuadernitos escritos en letra inverosímil, D'Indy nos enseñaba la forma arquitectural de la Música, procediendo por análisis cronológicos y a base de una estética franco-alemana que se apoyaba en Bach y Beethoven, formando una larga curva hasta llegar como límite a César Franck. Y digo como límite porque la nueva tendencia impresionista tenía poco predicamento en la Schola. Este sistema de análisis llevaba en sí enorme fuerza, produciendo en el alumno tal sensación de solidez y de potencia constructora, que no debía olvidarse ni desprenderse de ella nunca".



Esos párrafos, y algunas observaciones más que sería excesivo recoger aquí, son enormemente reveladores de las circunstancias en que Turina y Falla se forman en la que en aquellos años es sin duda la ciudad musicalmente más inquieta e importante de Europa. Mientras el primero se centra en la Schola Cantorum en una formación hiperacadémica con especial énfasis en los postulados cíclicos de César Franck, Falla, de la mano de Debussy y Dukas, prefiere hacerlo en la nueva corriente impresionista, más cercana al Conservatorio. Tendencias encontradas, por cuanto la primera pone el énfasis en el rigor constructivo, mientras que la segunda se mueve en un nuevo mundo de innovaciones armónicas y sutilezas tímbricas. Sea como fuere, esa diferencia estética no fue ningún obstáculo para que ambos compositores desarrollaran, ya desde su conocimiento en el paraíso del Teatro Real hasta el fallecimiento de Falla en 1946 (Turina le sobrevive tres años, hasta 1949), una estrecha amistad que se vio extraordinariamente fortalecida por la larga estancia de ambos en la capital francesa, que se mantuvo hasta unos meses antes del estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914.
Una curiosa prueba de ello es la dedicatoria que Falla escribe en la portada de la edición de sus Cuatro piezas españolas, que obsequia a Turina el 8 de enero de 1909, recién salida de la imprenta de la editorial parisina Durand & Fils:

Manuel Falla el gaditano,
con sus más altos respetos,
dedica este mamotreto
a Turina el sevillano.

Ya sabes tú bien, Joaquín,
que estas cuatro piececillas
no son más que impresioncillas
sin pies, cabeza ni fin.

Y en ellas, por consiguiente,
no hay de la musique, ni plan,
ni même des jolis coins
,
como dice Don Vicente.


Ante semejante demostración de afecto e ingenio no le queda a Turina más remedio que corresponder, lo que hace unos meses más tarde, el 9 de junio de ese mismo año, en la portada de un ejemplar de su Quinteto op. 1, publicado unos días antes antes por la asimismo francesa editorial Rouart, Lerolle & Cie, con que en justa reciprocidad obsequia a su amigo Manuel:

Joaquinete el sevillano
le dedica este Quintette
al señor de alto copete
Manuel Falla el gaditano.

Ya sabes tú bien, Maolino,
que estas obras formalistas
las aguanta un scholista
pero nunca un ravelino.

Y en ellas, por consiguiente,
no encontrarás ni glissandos,
ni armonías de contrabando,
como es moda en esa gente.

(Y añade: 1ª variación en el tono)

Reproducido por cortesía del Archivo Manuel de Falla

Bajo la aparente frivolidad de ambas dedicatorias subyace el reconocimiento de la posición que ambos compositores adoptaron antes las dos tendencias estéticas imperantes en el París de esos años. Turina se autoproclama scholista y por tanto afecto al formalismo, al que le son ajenos procedimientos impresionistas como los glissandos y esas ingeniosamente denominadas armonías de contrabando, plenamente ilegales dentro del marco armónico tonal clásico. Falla, en cambio, califica a sus Cuatro piezas españolas de "impresioncillas", ironizando sobre la obsesión por el equilibrio entre la forma -el plan- y el detalle -los jolis coins, o los "bonitos rincones"- con los que D. Vicente (Vincent D'Indy) adoctrinaba a sus alumnos en la Schola.
Estas dos dedicatorias darían para escribir toda una tesis sobre la rivalidad entre dos tendencias tan importantes en el momento crucial de renovación estética de la composición musical, en sintonía con la de las restantes artes, que se dio en las dos primeras décadas del pasado siglo, y recuerdan (excepto por el carácter amistoso de estas) el enfrentamiento enconado que mantuvieron en España los poetas barrocos del Siglo de Oro, del que quedan abundantes testimonios en forma de sonetos y toda forma de poemas en que los culteranistas y los conceptistas se enfrascaron animadamente, y de la que Góngora, Quevedo y Lope de Vega han dejado una buena muestra de mordacidad e ingenio.
Pero por centrar el tema de este artículo sin irme por las ramas, me limitaré a extractar un par de versos, especialmente significativos, de la dedicatoria de Falla: no hay de la musique, ni plan, / ni même des jolis coins…; es decir: de la música no hay, ni plan, ni siquiera bonitos rincones… como diría Vincent D'Indy (don Vicente) criticando las obras en las que faltaban tanto un buen sentido de la estructura (el plan) como del detalle en la realización (los jolis coins).
Cuando a mis 17 años ya cumplidos se despertó -abruptamente, como una fiera dormida- mi vocación musical, devoraba con auténtica pasión todo cuanto caía en mis manos en relación con la música –discos, libros, programas de mano, revistas especializadas…–, y el lugar en el que entré con más cautela, casi con veneración, fue el despacho en el que componía mi abuelo –el espacio que él llamaba "rincón mágico", que acabó siendo el título de una de sus últimas obras pianísticas, la que lleva el número 97 de opus–. Pasé allí muchas horas, en las que pude disfrutar de tener en mi mano manuscritos de partituras y todo tipo de escritos, así como fotografías, cartas, críticas y artículos de prensa; y entre todo ese material brillaba con luz propia la partitura de las Cuatro piezas españolas de Manuel de Falla, en cuya portada figuraba la citada dedicatoria. Me llamó la atención desde el primer momento la referencia a des jolis coins, que en ese momento no supe valorar en su justa medida y que entonces me parecía cargada de un significado oculto, casi iniciático.
Todavía tardaría casi diez años en componer mis primeras obras importantes, después de muchos tanteos en una fase muy incipiente de mi formación. De esa época han quedado dos especialmente significativas en mi catálogo: la primera, Movimiento para violín y piano, de 1978, fue un ejercicio escolar escrito en una pocas sesiones durante el curso de Composición impartido por Carmelo Bernaola en Música en Compostela, en cuyo concierto final fue interpretada por dos alumnas del curso (la violinista norteamericana Laura Klugherz y la pianista belga Suzanne Sieber); la segunda, Crucifixus, para 20 instrumentos de cuerda y piano, fue compuesta en tan sólo tres días para poder llegar a tiempo de presentarla al Concurso de Composición "Trofeo Arpa de Oro" de la Confederación Española de Cajas de Ahorros –el más importante convocado en España en ese momento–, en el que quedó finalista después del concierto celebrado en el Teatro Real de Madrid a finales de enero de 1979. En ambas, y sobre todo en la segunda de ellas, el apremio del tiempo fue determinante para la realización: los gestos largos, de un solo trazo, sostenidos por crescendi o relajados por diminuendi, constituían simultáneamente la estructura profunda y su elaboración de superficie, por hablar en términos chomskianos.
En el otoño de ese mismo año comencé a disfrutar de una beca en la Academia Española de Bellas Artes de Roma que me permitió, a lo largo de ese curso, asistir a las clases de Perfeccionamiento de la Composición que impartía Franco Donatoni en la Accademia Santa Cecilia. Y pongo el énfasis en el verbo asistir, porque poco –por no decir nada– puede rastrearse en mi música de entonces y de la posterior de la influencia de una de las principales figuras de la creación musical italiana del momento. Pero la estancia en Roma me sirvió para descubrir la obra de otro compositor, para mí desconocido hasta entonces por completo, cuya influencia sí sería determinante en mi evolución, tanto técnica como estética. Me estoy refiriendo a Salvatore Sciarrino, cuya ideación tímbrica me impresionó vivamente desde los 6 Capricci para violín, de 1976 –primera obra suya que escuché, en una grabación discográfica a cargo de Georg Mönch–, hasta Il paese senza tramonto para soprano y orquesta, de 1977, a cuyo estreno romano en 1980 por la orquesta de la RAI tuve ocasión de asistir, dejándome absolutamente deslumbrado por la maestría de su elaboración. Más adelante tuve ocasión de conocer mejor la obra de Sciarrino, pero su huella es ya evidente en las obras que compuse durante aquellos meses de estancia en Roma (Lama sabacthani?, para cuarteto de cuerda, y Título a determinar para septeto) e impregna toda mi música posterior, puesto que en ella el trabajo del mínimo detalle en la realización pasa a ser una parte consustancial de mi forma de componer; pero esa técnica no resultaba incompatible con mi manera de pensar la música a grandes trazos, entendidos siempre con una dirección hacia puntos culminantes de tensión o, en sentido contrario, de relajación a partir de los mismos. No creo que ese planteamiento sea en el fondo muy distinto del característico del discurso musical de cualquier época, pero sí lo son los medios por los que se consigue. La interválica modal de la polifonía clásica, o las sucesiones armónicas y las modulaciones de la tonalidad son sustituidos por los conceptos de tensión y de textura, mediante los que el discurso musical actual adquiere una lógica similar a la que en tiempos pasados se obtenía por aquellos medios.

Salvatore Sciarrino

Mi música busca un equilibrio entre ambos aspectos, en el que la estructura interna de la obra, lo que constituye su soporte arquitectónico –su estructura profunda, en una palabra–, sea realizado de forma extremadamente cuidadosa en sus detalles internos –la estructura superficial– en todos sus aspectos: melódicos, armónicos, dinámicos, tímbricos…, de modo que ideación, construcción y realización mantengan en todo momento el mejor nivel de calidad posible.
¿Es distinto ese planteamiento del que inspira la música de las grandes obras maestras de la Historia? A mi modo de ver en absoluto, por cuanto en ellas ambos conceptos se dan cita para que el resultado final nos deslumbre tanto por su solidez como por su inventiva. Por eso resultan tan vacuos los esfuerzos por explicar la música solamente desde su punto de vista estructural, como pretenden algunos teóricos, como es el caso de Schenker y de otros similares. Personalmente debo admitir que el análisis de la macroestructura de las grandes obras no me ha ayudado demasiado para entenderlas mejor, pero sí lo ha hecho –y a ello le debo gran parte de mi forma de trabajar– el estudio del pequeño detalle (cómo Schubert resuelve una difícil modulación, o Ravel instrumenta determinado pasaje, o…).
Es iluminadora en ese sentido la anécdota que cita Charles Rosen en El estilo clásico (página 43 de la edición española), recordando la mordaz observación de Schönberg cuando le mostraron el gráfico del análisis schenkeriano de la Sinfonía "Heroica" : "¿Dónde están mis pasajes favoritos?", preguntó a la vista del esqueleto que tenía a la vista. "¡Ah, están aquí, son estas pequeñas notas!"
Lo que Schönberg buscaba en el diagrama de Schenker no era otra cosa que lo que a él más le interesaba y que el análisis no le podía –ni quería– mostrar: los jolis coins, los bonitos rincones en cuya importancia -junto con la del plan- insistía tanto Vincent D'Indy y que Falla, irónicamente, aseguraba que brillaban por su ausencia en sus Cuatro piezas españolas, cuando en realidad son un perfecto ejemplo de exactamente lo contrario.

Junio de 2023