La música abstracta de Joaquín Turina

(Artículo publicado en el primer suplemento "Culturas" del Diario de Sevilla. Sevilla, 4 de marzo de 1999)


Si a cualquier melómano se le somete a una prueba de asociación rápida de ideas, a buen seguro que, ante el nombre de Joaquín Turina, la respuesta inconsciente será: "Sevilla". Lo que, sin duda, satisfaría enormemente al compositor, ya que pocas producciones hay en la Historia del Arte más clara y deliberadamente orientadas a establecer una relación tan estrecha entre la obra y su pretexto o fuente de inspiración. Cincuenta años después de su muerte, la referencia a Sevilla en relación con la música de Turina resulta tan obvia como innecesaria. La nostalgia propia del exiliado en un lugar tan impersonal como Madrid hacia los rincones, las fiestas, las procesiones y las mujeres de Sevilla, en particular, y de Andalucía, en general, es lo que late de forma recurrente en el fondo de una gran parte de las mejores páginas de Joaquín Turina, las obras que, como "La oración del torero", la Sinfonía sevillana, la sonata Sanlúcar de Barrameda, las Mujeres andaluzas... garantizan, por su gracia y su frescura inigualables, un lugar para su autor en la historia de la música española y universal de nuestro siglo. Si el término no hubiera sido utilizado para otros fines, pocas veces resultaría más acertado hablar de "música concreta" para definir a todas esas obras, de tan cercanos como están objeto e idea, signo y referente, significante y significado.
Pero, como sucede en tantas ocasiones, la frondosidad de los árboles de lo conocido no deja, muchas veces, no ya ver, sino tan siquiera vislumbrar el bosque de lo que está por conocer. Es la otra música de Joaquín Turina, la que podríamos denominar su "música abstracta", la que urge rescatar del segundo plano al que la tiene sometida la inercia derivada del peso específico de las obras más representativas de su producción. El cincuentenario de su muerte es una fecha idónea para recordar, pero también para descubrir lo que permanece todavía oculto, tanto para el gran público como para una buena parte de los profesionales.
Esa "música abstracta" es, principalmente, su música de cámara, en la que Joaquín Turina mezcló sabiamente sus más altas dosis de inspiración española con una técnica compositiva rigurosamente europea, con el mejor de los resultados, para ambos ingredientes, de tan peculiar simbiosis: en ella, el sabor localista pierde superficialidad folklórica y se engrandece al contacto de los nobles y severos procedimientos formales clásicos, mientras que el rigor academicista de estos últimos queda neutralizado por la espontaneidad y la frescura derivada del empleo de giros melódicos, armónicos y rítmicos que les insuflan una vitalidad y una energía nuevas. A diferencia de otros contemporáneos suyos, Joaquín Turina logró en su música de cámara una tan admirable como difícil síntesis de lo popular y lo culto que sólo puede darse en quien ha bebido por igual de ambas fuentes.
En ello juega un papel preponderante el hecho de que su formación musical se iniciara en Sevilla y, tras una escala en Madrid, culminara en París, que, en los primeros años del siglo XX, era la sede de actitudes y posturas estéticas claramente diferentes, como resultado de una inquietud artística que aun hoy resulta sorprendente. En dicha capital se daban cita dos de las corrientes musicales más importantes del momento, encarnizadas en ambientes bien opuestos: la que podríamos denominar conservadora, representada por la herencia de la música de César Franck y su entronque con la tradición a través de los postulados constructivos cíclicos -lo que Adolfo Salazar definiría después, con un punto de acidez, "ciclismos sinfónicos"-, y que giraba alrededor de la Schola Cantorum, y la vanguardista, que recogía la herencia impresionista de Debussy y de Ravel, principalmente, y su talante rupturista. Turina optó decididamente por la primera, formándose rigurosamente en la técnica tradicional y en la composición cíclica bajo la férrea tutela de Vincent D'Indy, lo que tuvo como consecuencia que, desde su op. 1, el Quinteto con piano, a su última obra, la que lleva el 104 como número de opus y que se titula Desde mi terraza, gustara del empleo de procedimientos constructivos que, si bien en sus ámbitos armónico y melódico pueden considerarse de una gran modernidad por cuanto reflejan una auténtica voz propia, en el aspecto formal no hacían sino recrear tan sabia como ingeniosamente las grandes formas tradicionales, a las que la mentalidad de la Schola Cantorum era particularmente fiel.
Así, la gran música de Turina está construida muy principalmente sobre esquemas formales que cualquier conocedor de la materia, aun de forma superficial, puede identificar sin grandes dificultades: Temas con variaciones, Fugas, Sonatas, Rondós, Lieder en secciones... Lo verdaderamente original de su música radica en que esas formas no son nunca "puras", en el sentido clásico, sino que todas ellas están imbuidas de un tratamiento melódico, armónico y rítmico, derivado de una muy particular asimilación por parte de su autor del folklore español, y, muy principalmente, del andaluz, y su posterior adaptación a las mismas.

De las 104 obras que integran el catálogo de Joaquín Turina, 16 están dedicadas a la música de cámara instrumental -es decir, compuestas para una agrupación de dos o más instrumentos-. Con todo, lo que resulta especialmente paradigmático no es tanto el número de dichas obras, que no es excesivo, sino que parece deducirse de las agrupaciones escogidas un propósito deliberado de servir con carácter prioritario a las combinaciones camerísticas más cercanas a la tradición clásica y romántica, lo que resulta de todo punto consecuente con la particular forma en que Turina hace suya la formación tradicional adquirida en la Schola Cantorum. Así, las 16 obras citadas incluyen tres cuartetos de cuerda (ya que como tal hay que considerar la archiconocida Oración del torero en su transcripción efectuada por su autor del original para cuarteto de laúdes), tres tríos con piano, un cuarteto con piano, un quinteto con piano, y cinco dúos para violín y piano. Por el contrario, son verdaderamente curiosas las tres obras camerísticas que restan hasta completar las 16 citadas, por lo poco representativas de las agrupaciones convencionales del género: se tratan de un sexteto para viola principal, piano y cuarteto de cuerda titulado Escena andaluza, una suite de nueve números, cada uno de los cuales está compuesto para una agrupación diferente, denominada Las Musas de Andalucía, y un Tema y Variaciones para arpa y piano.
Esa sujeción prioritaria a las agrupaciones tradicionales es, a su vez, consecuencia directa de una actividad camerística intensa, especialmente cultivada por los intérpretes en nuestro país durante toda la primera mitad de nuestro siglo, que provocó a su vez un alto interés hacia la misma por parte del gran público. Un simple vistazo a las revistas y publicaciones especializadas basta para comprobar cuán intensa era dicha actividad, tanto en las grandes metrópolis, como Madrid o Barcelona, como la que se llevaba a cabo gracias a la labor tenaz de las Sociedades Filarmónicas de las diferentes provincias. Ello era posible gracias a la existencia de grupos de cámara cuya estabilidad permitía el desarrollo de auténticas temporadas dedicadas a la interpretación de su extenso repertorio, lo que choca vivamente con la situación actual, en la que nuestras instituciones viven más pendientes de la música sinfónica que de la camerística, apenas atendida en la medida en que su extenso repertorio lo haría aconsejable.
Sin duda por esa causa, la música de cámara de Joaquín Turina está hoy más difundida fuera de nuestras fronteras, donde abundan conjuntos camerísticos que la cultivan ampliamente, y de donde proceden las excelentes grabaciones discográficas que, poco a poco, van llenando esa laguna de nuestra vida musical, con las que dicha música puede ser, de momento, divulgada, hasta que nuestro país supere el sarampión sinfónico, un tanto de nuevo rico, que desde hace años le aqueja, y recupere el gusto perdido por sonoridades quizá no tan espectaculares, pero no por ello menos sobrecogedoras y emotivas.
¿Por qué la denominación genérica de "música abstracta" que he utilizado en este artículo para aludir a esta parte tan importante de la producción de Turina? Porque deliberadamente -salvo algunas excepciones, como la Escena andaluza o Las Musas de Andalucía- el compositor evitó utilizar para estas obras títulos descriptivos: frente a epígrafes como Por el río Guadalquivir, Bajo los naranjos, El Jueves Santo a Medianoche o Desde mi terraza, tan peculiares del resto de su producción, la obras camerísticas no pudieron ser bautizadas de forma más austera: Quinteto, Cuarteto con piano, Sonata, Trío, así como sus movimientos, que rara vez llevan más denominación que la propia del tempo escogido para ellos: Lento, Andante scherzando, Allegro..., pero sin perder por ello, claro está, el entronque con el material melódico, armónico y rítmico español, con lo que la intención artística del autor resulta meridianamente clara.
Quizá la lenta, pero imparable divulgación de esa música, a través de su normalización dentro del repertorio camerístico, llegue a servir asimismo para disipar de una vez por todas los, al parecer, inevitables prejuicios antiespañolistas -tan profundamente españoles- que, lamentablemente, siguen aquejando a una buena parte del público y de los profesionales, y que tan negativamente han repercutido en el conocimiento y en la valoración de la música de Turina: desde simples aficionados a renombrados intérpretes que, olímpicamente, ignoran la música de su país, hasta sesudos docentes que divulgan entre sus alumnos (!) una doctrina antinacionalista tan incomprensible como pasada de moda, por no hablar de esa crítica incapaz (?) de separar el grano de la paja, que sigue empecinada en mezclar lo popular con el franquismo..., o de los propios editores de Joaquín Turina, que, con su persistente obcecación en no reeditar sus obras agotadas -pese a la cada vez mayor demanda de las mismas-, no hacen sino tirar piedras contra el tejado común de nuestra música. Porque, en cualquier caso, un cincuentenario como éste no ha de ser sólo motivo de conmemoración; también -¿por qué no?- de buenos propósitos.

Madrid, febrero de 1999