Ópera, imagen y contenido
por Eulalia Solé
(Artículo publicado en catalán en el diario Avui. Barcelona, 5 de octubre de 2000)
Resulta conmovedor ver cómo, en todos los medios de comunicación, los críticos, musicales o de otras ramas, se rasgan las vestiduras comentando el estreno en el Liceo de
Don Quijote en Barcelona. De forma unánime, todos se preguntan, entre varias. observaciones, donde se encuentra la ópera. ¡Sorprendenteā¦!
Sorprendente porque, hasta el momento del estreno, en los canales informativos sólo se hablaba del montaje de la Fura dels Baus. En ningún caso se tenía en cuenta la música, el libreto, los intérpretes. Sinceramente, algún lector, oyente, televidente, ¿conocía el nombre del compositor, del libretista, de los cantantes? A pesar de que, por su propia naturaleza, éstos son la esencia de la ópera; lo único que parecía interesar era la escenografía, la parafernalia, la técnica. Los comentarios de todos los medios se limitaban a este aspecto del espectáculo.
Sólo fue después del estreno que se supo ampliamente que el compositor es José Luis Turina. Y lo mismo ha sucedido con el autor del texto, Justo Navarro, o con el barítono, Michael Kraus, y el contratenor, Flavio Oliver. Todos juntos han sido mencionados, por fin, en medio de opiniones decepcionadas hacia el conjunto de la representación.
Evidentemente, lo que contaba era el espectáculo, la imagen por encima de los elementos musicales, los efectos visuales por encima de la calidad de la música y las voces. Una actitud que no deja de ser el exponente de la época en la que vivimos, de los valores que se nos venden. Los de la apariencia por encima del contenido.
Que la sociedad se encamina hacia el infantilismo casi nadie lo duda. La cultura se ha convertido en una industria. Cuanto más se deslumbre al consumidor y menos exigente se lo haga, más fácil se vuelve el negocio y más asegurado está el éxito. En este punto, no puedo dejar de citar a Salvador Cardús cuando, reflexionando sobre la mística de la cultura. pone como ejemplo los grandes festivales de rock, donde no se evalúa "la corrección de la ejecución instrumental sino el ambiente que les rodea, la excitación de los sentidos que provocan".
Este mismo sistema se ha querido llevar al Liceu y se ha querido vender mediáticamente a la opinión pública. Y ha pinchado. No porque la técnica y la fantasía de la Fura dels Baus no sea valiosa, sino porque se ha despreciado la parte esencial de la función operística.
La escenografía siempre se ha mostrado al servicio del texto, la música o la danza, y no al revés. Forma parte del espectáculo y debe valorarse en su justa importancia. Lo que no puede permitirse es que intente convertirse en la estrella, ignorando, como en el estreno de Barcelona, que un escenario totalmente abierto perjudica a los cantantes, unos de los auténticos protagonistas. No puede caer en la exigencia, por razones técnicas, que unas voces que por antonomasia suenan de forma natural deban utilizar amplificadores.
Todo ello, una maraña que sólo podría atribuirse a la ignorancia, si fuera que todos los que han intervenido fueran unos ignorantes. Como no es el caso, sólo podemos sacar la conclusión de que lo que se buscaba no era el triunfo del arte sino el de la industria del espectáculo. Si ha fallado, será porque todavía quedan reductos no manipulables.