D.Q. (Don quijote en Barcelona)

Por José Luis Turina y Justo Navarro

(Ponencias publicadas dentro del libro del congreso Cervantes y el Quijote en la Música, celebrado en la Universidad Autónoma de Madrid en octubre de 2005. Madrid, octubre de 2007)


Ponencia de José Luis Turina
Ponencia de Justo Navarro


D.Q. (Don quijote en Barcelona)

Por José Luis Turina


INTRODUCCIÓN

Desde una lamentablemente errónea mentalidad, más propia del siglo XIX -por no decir de las cavernas- que de nuestros días, se defiende con frecuencia que el compositor sólo debe expresarse acumulando una nota tras otra, como si el hecho de tener un gran sordo como referente nos obligara a todos los demás a emularle, pero como mudos.
Pero nada hay en la Historia de la Música que justifique que eso deba ser así. Muy al contrario, fue precisamente la ruptura de ese mutismo por parte del gran sordo y sus contemporáneos lo que en su día liberó a la composición musical, para ellos y para sus sucesores, del servilismo en que vivía sometida. Desde entonces, la postura del compositor artesano, que sólo piensa en sonidos, ha convivido con la del compositor intelectual, que no sólo piensa otras cosas sino que además las dice. El entorno social, por su parte y como en todo, se inclina en mayor o menor medida hacia ambos lados, y frente a los que defienden a estos últimos especímenes hay muchos que todavía creen que a la música le sobran las palabras para ser a entendida, debiendo reservarse esa tarea a cargo de la musicología y de la crítica especializada.
Yo milito con plena convicción entre los primeros, y por ello, me siento especialmente honrado al poder intervenir en sesiones como ésta, que me permiten, como al principio decía, dar cuenta de qué quise hacer, de cuál ha sido mi experiencia con su realización, y de hasta qué punto las expectativas quedaron satisfechas.


EL COMPOSITOR Y LA ÓPERA

A nadie se le oculta que la ópera es una fuente continua de dilemas, en la que tentación y reticencias conviven de forma esquizoide en el compositor. Ante la seducción del no va más de las sinestesias (la "obra de arte total" con la que soñaba Richard Wagner), de la suma -imposible, como la de peras y manzanas- del innumerable número de factores heterogéneos de cada una de las artes que la integran, y que convierte la ópera, si no en un "objeto imposible", sí en un territorio inmenso en el que siempre quedarán cosas por descubrir, vence muchas veces al compositor, no la dificultad de la empresa -que eso, en general, es un aliciente-, sino la imprevisibilidad de su resultado.
La Historia de la Música no es otra cosa que la de la conquista progresiva, por parte de los compositores que a lo largo de los siglos se han ido sucediendo, de los diferentes parámetros que intervienen en el hecho musical desde que la escritura le confiere el don de la pervivencia. Rápidamente sometidos a control los componentes básicos (altura y ritmo), la labor de "domesticación" de los de más difícil determinación (dinámica, agógica y, en cierto sentido, el timbre) ha mantenido ocupados a los compositores durante un largo período del tiempo histórico, habiéndose alcanzado resultados óptimos, en ese sentido, en el campo de la música electroacústica, por ser el único que hasta ahora ha permitido al autor llegar a la versión definitiva, plenamente controlada en todos sus aspectos, de la obra. No ocurre lo mismo, está claro, en la música instrumental realizada por medios humanos, en la que por fuerza una parte del resultado final escapa a las previsiones del compositor; pero, en todo caso, éste se hace la ilusión, en cada obra compuesta, de que ha plasmado en la partitura todo lo necesario para que las posteriores interpretaciones de la música se parezcan, en un muy elevado porcentaje, a aquello que "le sonaba interiormente" en el momento de escribirla.
Quizá por esa razón el compositor se acerque -si lo hace- con gran respeto hacia todas aquellas manifestaciones musicales en las que la imprevisibilidad acerca del resultado final es mayor de lo deseable. Y en ese sentido, la ópera supone la entrada en un mundo en el que, una vez concluida la partitura, todos cuantos intervienen en cada producción parecen tener algo que decir y que aportar, excepto el compositor.
Por lo que a mí respecta, debo añadir que las anteriores reflexiones no son sino una fruslería frente a las tremendas dificultades de tipo técnico que representa la utilización musical del texto, y para las que el tratamiento escénico supone una vuelta de tuerca adicional. ¿Música? ¿Teatro? ¿Literatura? La ópera es todo eso, pero para ello es necesario que cada una de esas manifestaciones artísticas ceda en el camino una parte de su personalidad, en beneficio de la simbiosis con las restantes, Lo esencial estriba en saber detectar los límites hasta donde es posible llevar cada de ellas sin romperla, sin que deje de ser identificable: hasta qué punto es posible ralentizar el ritmo de una situación escénica en beneficio de un música lenta, sin que por ello deje de ser teatro, o hasta dónde puede llegarse en la manipulación de los aspectos musicales del texto (entonación, acentos, ritmo) sin que éstos dejen de estar presentes en el canto (lo que es imprescindible para entender su sentido y, con ello, su significado) son sólo dos muestras de la complejidad de la empresa, así como de la grandeza de la misma.


MÚSICA Y TEXTO

Hace nueve años tuve la fortuna de ver llevado al escenario de la Sala "Fernando de Rojas" del Círculo de Bellas Artes de Madrid, mi espectáculo escénico-musical La raya en el agua, que supuso el final de una fase de aproximación lenta, pero progresiva, a la ópera, sin que como tal deba ser considerado dicho espectáculo en modo alguno (un lúcido critico lo calificó, certeramente, de "variedades"). Dicha fase se había iniciado quince años antes, con la composición y posterior estreno de Ligazón, una breve ópera de cámara basada en el primer cuadro del Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte de Valle-Inclán, experiencia magnífica que me decidió a no volver a tocar el tema operístico hasta conocer con la mayor profundidad posible el complejo mundo de la relación música-texto. Con aplicación, curiosidad y entusiasmo dediqué varios años de mi vida a estudiar, de forma tan exhaustiva como desorganizada, el mecanismo de todos aquellos aspectos del lenguaje hablado que son mensurables musicalmente (entonación, acentos, dinámicas, ritmo, metro...), y a los que los lingüistas apenas han prestado una atención más que descriptiva, dada su falta de preparación para analizarlos con oídos de músico.
Una vez desentrañados -en la medida en que ello es posible- dichos aspectos, la experiencia escénica que supuso La raya en el agua me situé en posición de creerme en condiciones de abordar la composición de una ópera. Y fue entonces cuando, de forma fortuita, recibí una llamada telefónica de Carles Padrisa y Álex Oller, dos destacados miembros de La Fura dels Baus a los que habían llegado los ecos de dicho estreno y de su buena acogida, lo que se sustanció en una extensa conversación, a lo largo de la cual me invitaron a componer la música de una ópera de nueva planta que, tras la puesta en escena de La Atlántida en 1996, y preparando ya la de otros dos oratorios, El martirio de San Sebastián y La condenación de Fausto, les rondaba por la cabeza.
Naturalmente, no tuve necesidad de pensarlo dos veces. El pánico natural ante lo desconocido no fue obstáculo para dejarme arrastrar por el inmenso atractivo de la empresa, en la que me empleé a fondo durante tres años, y del que La Fura dels Baus sólo me daba una mínima, pero elocuente pista de partida: nada menos que El Quijote, como eje central del espectáculo. Tras ello no fue difícil conseguir de Justo Navarro su aceptación para escribir el libreto.


¿DE QUIÉN ES UNA ÓPERA?

Pero antes de entrar en esa materia, se hace necesaria una reflexión más, al hilo de una pregunta obligada y de respuesta cada vez más difícil ¿De quién es una ópera?
Los últimos tiempos han supuesto para la ópera una auténtica revolución que ha situado en idéntica primera línea de importancia a los tres frentes eminentemente creativos que la integran: así, la música -considerado tradicionalmente el más importante- ha pasado a compartir el puesto predominante que, naturalmente, le corresponde, con el libreto y con la puesta en escena, en la que últimamente reside gran parte del atractivo de toda producción de cualquier título del repertorio.
Todos cuantos de una forma u otra amamos la ópera nos congratulamos de que se haya llegado a esa situación de equivalencias, porque estamos convencidos de que en la exacta conjunción de esos tres factores está la clave para iniciar la tan deseable como indispensable renovación de un repertorio que, anquilosado desde hace décadas en unos cuantos títulos básicos, se resiste con fuerza a toda propuesta de renovación. Del mismo modo, todos cuantos de una u otra forma creemos en la validez de la ópera como género en el que todavía hay mucho que decir, estamos convencidos de que más allá de esas equivalencias, ni se puede, ni se debe llegar, por el bien de dicha validez. Porque no hay peor enemigo de un concepto global del espectáculo que el divismo de uno de sus integrantes. Lo hemos comprobado hasta la saciedad con las exigencias y caprichos de tantos divos y divas del canto, que han puesto en peligro y hecho fracasar más de una vez la pureza de una representación; o en el caso, relativamente frecuente en los últimos tiempos, de puestas en escenas movidas por la pura provocación, que muchas veces rozan el absurdo.
En ese sentido (y perdóneseme la inmodestia), este espectáculo, tal como fue visto y oído en su estreno en el Liceo, era ejemplar en su planteamiento primigenio: pertenecía por igual en el aspecto creativo a La Fura dels Baus, a Justo Navarro y a quien les habla, sin que el orden de la relación implicara prioridad ninguna, y con independencia de que con motivo de su estreno todo el protagonismo recayera en la compañía catalana, para su bien y, sobre todo, para su mal. Y me interesa especialmente destacar todo lo anterior, porque en ello radica, a mi juicio, la principal innovación de la propuesta: al revés de lo que suele ser habitual, aquí no hubo un músico que durante años mendigara por los despachos de empresarios y gestores una oportunidad para una partitura realizada a partir del libreto que algún escritor hubiera realizado sobre la base de un relato o una pieza dramática preexistente, y para la que, en el mejor de los casos, se realizara una puesta en escena totalmente desvinculada de las intenciones estéticas iniciales, perdidas por completo en esos años de peregrinaje.
Por el contrario, todo en D.Q. (Don Quijote en Barcelona) se produjo con absoluta sincronización creativa, entendiendo por tal el proceso lógico de intervención de los distintos componentes: a La Fura correspondió el habernos convocado a Justo Navarro y a mí para escribir libreto y música, respectivamente, de una ópera basada en el mito quijotesco. A partir de ahí, Justo Navarro comenzó a escribir y yo a componer al ritmo que él me imponía. Absolutamente todo el proceso de realización material se sucedió en el orden final del espectáculo: tras el primer acto llegó el segundo, y el tercero puso fin a la tarea. Y como es lógico en un trabajo realizado en estrecha y cordial colaboración, las frecuentes reuniones a tres bandas fueron, en cierta medida, condicionando recíproca y fructíferamente el trabajo de unos y de otros. Justo Navarro y yo nos enriquecimos con las sugerencias de Carles Padrisa y Álex Oller en la misma medida en que ellos, lógicamente, lo hicieron con el nuestro.


DESARROLLO DEL TRABAJO

Esas primeras reuniones de trabajo sirvieron para perfilar los diferentes detalles del espectáculo: no sólo la sinopsis argumental, sino también la estructura musical de cada acto, el tipo y el carácter de la música, la determinación de la plantilla instrumental, de las voces solistas y del coro, así como el posible empleo de medios electroacústicos... Tanto para Justo Navarro como para mí, colaborar en estrecha relación con la Fura dels Baus suponía no sólo el atractivo del contacto con la creatividad en estado puro (y, por tanto, la de la posibilidad de hacer algo distinto), sino la conciencia de una gran responsabilidad: la trayectoria de la compañía, obsesionada por la perfección técnica y por el despliegue abrumador de nuevas tecnologías en sus producciones, nos obligaba a un nivel de exigencia acorde con todo ello.
Pero lo fundamental fue entender, individualmente, el tipo de espectáculo que deseábamos hacer en colectividad: ¿Tenía que ser una ópera convencional o un espectáculo furero? La respuesta era tan simple como.compleja: ninguna de las dos cosas y las dos cosas a la vez, de forma que una y otra se fusionasen, para salir enriquecidas del cóctel explosivo que, a la fuerza, había de suponer la coexistencia de trayectorias creativas tan dispares.
El resultado fue un espectáculo en tres actos que, con una deliberada apariencia de ópera convencional, fuera susceptible de integrar toda la riqueza tecnológica y audiovisual implícita en la propuesta. El mundo del espectáculo operístico está sin duda en una fase de transición de la Edad del Cartón Piedra a la Era Tecnológica, y hoy día coexisten ambas, si bien la primera en vías de extinción y la segunda en fase de implantación progresiva. Más cercana a esta última se situaba la propuesta de La Fura dels Baus para D.Q., firmada nada menos que por el malogrado Enric Miralles, al basarse fundamentalmente en la luz (lo que incide incluso en el vestuario, realizado con materiales que la absorben y la reflejan) y en la imagen a través del soporte videográfico, así como en elementos metálicos de referente clásico, pero dotados de un grado de estilización que los hace sorprendentemente nuevos (las sillas en que cantan, suspendidos del telar, los asistentes a la subasta del primer acto, la estructura metálica del dirigible que sirve de jaula a Don Quijote en el segundo y que acabó convirtiéndose en el icono de la producción, o los árboles-lámpara del tercero), en lo que constituye a su vez una síntesis de lo tradicional y lo contemporáneo que corre en paralelo con la que libreto y música persiguen a su vez, lo que puede considerarse como uno de los aspectos estéticos más destacables de la propuesta.


DE LO QUE LE ACONTECIÓ A DON QUIJOTE EN LA CUEVA DE MONTESINOS, Y LA VERDADERA RAZÓN DE SU VIAJE A BARCELONA

En todo caso, tanto Justo Navarro como yo mismo tuvimos claro desde el principio que nuestra ópera no podía ni debía limitarse a una mera mise en musique de una o varias escenas de la novela. Ello habría supuesto un acercamiento tan convencional al tema sugerido que el resultado, por novedosa que hubiera sido la propuesta musical, habría sido inevitablemente tradicional. Por ello preferimos apostar desde el comienzo por la vía inversa, sin importarnos la utilización de elementos y procedimientos musicales tradicionales -todo lo contrario: forzando su presencia en beneficio de la dramaturgia musical-, en la seguridad de que su puesta al servicio de una intención escénica actual les insuflaría un vigor y una energía nuevas.
Porque, y si bien El Quijote es un libro asombroso en todos los sentidos, es innegable que para el hombre contemporáneo resulta especialmente deslumbrante la absoluta modernidad de su planteamiento en tanto libro. Quizá para un pensamiento aferrado a la tradición clásica o romántica sean más atrayentes los aspectos puramente narrativos de la historia contada, o los simplemente humanos del personaje; pero, desde un punto de vista actual, la importancia innegable de todo ello es casi irrelevante frente a la apabullante modernidad de los muy diferentes aspectos formales que concentran el interés, no en lo que se cuenta, sino en cómo se cuenta. No es tanto Don Quijote quien importa, sino el portentosamente genial talento creativo de Cervantes, que se nos revela a través de un complejo sistema de artificios literarios tan atractivos en sí como la propia novela.
Casi 400 años después de haber sido escrito, El Quijote es hoy, inevitablemente, el libro y todo cuanto se ha escrito, teorizado, filosofado, compuesto, escenificado y pintado sobre él. Gracias a una crítica literaria fascinada por la obra, hoy no sabemos -ni queremos- leer El Quijote sin notas al pie de página que, lejos de entorpecernos su lectura, nos la hacen mucho más enriquecedora, al descubrimos entre líneas de bendita erudición lo que de otro modo ni siquiera atisbaríamos. ¿Cómo sustraerse ante la revolución literaria de la que Cervantes es artífice, al meterse él mismo entre las páginas de su propia novela, aparecer y desaparecer como autor de la misma, salvarse a sí mismo de la quema de libros que él mismo organiza y hasta competir con su rival, Avellaneda, en la segunda parte, donde incluso se apunta una primera bibliografía de la primera? ¿Cómo no quitarse el sombrero ante una obra que es al mismo tiempo novela, parodia, critica y ensayo, y donde la narración dentro de la narración, y ésta a su vez dentro de otra narración que al mismo tiempo forma parte de otra narración... hacen que se tambalee la seguridad del lector, basada en el control de los diferentes planos estructurales de una obra literaria convencional?
Todo ello hace de El Quijote una obra plenamente actual, en el sentido estricto de la plena vigencia de los procedimientos utilizados. Y frente a todo ello, para el lector de hoy carece de importancia lo que sin lugar a dudas fue primordial en el pensamiento de Cervantes: la intención paródica de su novela, que, para ser plenamente comprendida, requiere el conocimiento de los libros de caballería a los que pretendía ridiculizar por medio de una sátira feroz. Y el hecho de que en nuestros días los libros que sirvieron a Cervantes de referencia hayan caído en el olvido, pero no obstante sigamos disfrutando de El Quijote, es prueba fehaciente de que la novela se impone por sí misma, tanto en su trama, que goza de autonomía de las referencias paródicas que la inspiran, como en su incuestinable calidad literaria.
Nuestra propuesta escénica, con todo, deseaba acercarse a ese pretexto primigenio, fundamental, de la novela, a través de una triple parodia que, en líneas generales, tiene las siguientes referencias:
a) Parodia de la ópera en tanto género, a través de la utilización de procedimientos formales operísticos fácilmente reconocibles y que, en cierto modo, caracterizan a los personajes más importantes (como las arias del Subastador en el acto I, o las de Don Quijote y de las Hermanas Trifaldi en el acto II), así como de "guiños", en forma de ráfagas más o menos rápidas, de óperas procedentes del repertorio tradicional y que, por tanto, serán fácilmente identificadas por cuantos las conozcan, pasando desapercibidas para cuantos las ignoren (como ocurre en las innumerables situaciones en las que en El Quijote se parodian escenas procedentes de los libros de caballería satirizados, familiares sin duda para el lector de la época, pero desconocidas para el actual).
b) Parodia de la propia novela de Cervantes. En nuestra ópera abundan las referencias a escenas de El Quijote (la aventura de los galeotes, el retablo de Maese Pedro, la cabeza encantada, la penitencia en Sierra Morena, las Cortes de la Muerte); pero llamó poderosamente nuestra atención que Cervantes, en un golpe genial de rizadura de rizo, se refiriese a la aventura contada en el capítulo vigésimotercero del libro segundo como apócrifa, en el propio título de dicho capítulo. La aventura en cuestión no es otra que la narración que Don Quijote hace de lo que ha visto en la cueva de Montesinos, a la que había descendido en el capítulo anterior. Cervantes quiere hacer creer al lector que lo que en la cueva le sucedió a Don Quijote fue tan increíble que, temiendo no ser creído, no dudó en contar a su regreso una historia que en su locura resultaba verosímil, pero que a sus amigos (y hasta al propio Cervantes, camuflado aquí de escéptico observador) les resultaba tan disparatada o más que la real: el encuentro con Montesinos, Durandarte, Belerma y su séquito, todos allí encantados por el mago Merlín.
Pues bien, y dicho sea con toda la ironía posible: desde su estreno en el Liceo es ya cosa sabida que D. Q. (Don Quijote en Barcelona) no es otra cosa que la narración, puesta en música, de los verdaderos sucesos que le acontecieron a Don Quijote en la cueva de Montesinos: creyendo en realidad entrar en la cueva, Don Quijote aparece en una sala de subastas de Ginebra, en un futuro lejano, atrapado por una máquina localizadora temporal de maravillas antiguas, programada para encontrarlo en el pasado. Don Quijote es vendido a un multimillonario de Hong Kong para regalo de sus hijas, las Hermanas Trifaldi, que lo exhiben encerrado en una jaula de aire y tiempo en su Jardín de los Monstruos. La nostalgia de Don Quijote es tan grande que las hermanas deciden devolverlo a donde tengan mayor memoria de él -esto es: a su época-. Pero en lugar de ser reenviado a su tiempo, Don Quijote aparece en Barcelona en el año 2005, en el seno de un congreso celebrado en conmemoración del 400 aniversario de la novela, y que tiene por objeto dilucidar la autoría del libro, dada la ambigüedad con que Cervantes trata en el mismo dicho asunto. La presencia de Don Quijote en Barcelona no sólo trae un gran revuelo al congreso: al mismo tiempo concita a su alrededor las fuerzas de la naturaleza, provocando un huracán que, procedente del mar, arrasa la ciudad Ramblas arriba. Esa, y no el desmentir a Avellaneda, que le hace viajar a Zaragoza, es la verdadera razón por la que Don Quijote desea volver a Barcelona al final de la segunda parte de la novela: desfacer el entuerto que causó su visita anterior en la ciudad.
c) Por último, parodia de lo que podríamos llamar metaquijotismo, o todo lo que se ha escrito sobre El Quijote para explicar El Quijote, al que antes me referí como una parte hoy consustancial del propio libro, y que en nuestra ópera se centra en el último acto, en el Congreso Intercontinental "Don Quijote de la Mancha".
Y éste es, a grandes rasgos, nuestro pretexto. Con respecto al texto, cabe decir que la intención paródica general de D. Q. (Don Quijote en Barcelona) requiere para su realización una nada desdeñable cantidad de sentido del humor y de agilidad escénica; pero, al igual que sucede en la novela de Cervantes, ello no es obstáculo para que el personaje y su historia se vuelvan entrañables, tal es la carga de humanidad que rezuman. En el fondo, Don Quijote no es más que un pobre ser mediocre que se resiste a una vida de comedor de lentejas los viernes, salpicón las más noches y pichón los domingos. Los visitantes del Jardín de los Monstruos de las Hermanas Trifaldi se horrorizan ante su presencia al descubrir que está infectado de Tiempo, una sustancia radiactiva, mortal, de la que su sociedad ha sabido liberarse en su momento y que, todo lo más, puede ser excavada para recuperar, entre sus diferentes capas, los objetos más valiosos del pasado.
La revelación se produce no sólo por lo que Don Quijote dice ("y no sentir el tiempo, un Merlín / que tiempo me inyecta...";o "... curarme quiero del tiempo, / no ser quien soy, ser Don Quijote."), sino por cómo lo dice a través del empleo de un lenguaje (tonal) y una retórica (formal: aria) que traslucen su procedencia de otro mundo -el pasado- en el que el tiempo era uno de los grandes azotes de la humanidad. Con ello, la confrontación entre lenguaje y procedimientos actuales y tradicionales pasa a ser consustancial a la propia situación dramática del momento, por lo que no debe considerarse un procedimiento tanto formal como expresivo, idóneo para evocar la nostalgia del protagonista: una enfermedad del alma que, como todo el mundo sabe, tiene al tiempo como causa y como única curación.


Justo Navarro


D.Q. (Don quijote en Barcelona)

Por Justo Navarro


Acepté escribir un libreto para una ópera de José Luis Turina y La Fura del Baus, un D.Q., y cometí un imperdonable atrevimiento, pues nula era mi experiencia teatral, por no hablar de mi experiencia operística. En mi defensa diré que confiaba en mis compañeros de empresa, Turina y La Fura, artistas de talento inusual. Pero, con la seguridad del temerario, tuve clara una idea desde el principio: no me convertiría en ilustrador teatral, por decirlo así, de una serie de escogidas estampas Quijotescas, cervantinas.
Don Quijote es uno de esos personajes poéticos, o mitopoéticos, es decir, generadores en sí mismos de nuevas imágenes y fábulas, como les sucede a los personajes de la Biblia, los poemas homéricos, las historias del rey Arturo y los Caballeros de la Tabla Redonda, o, en un momento determinado, nuestro Romancero. Se trata de uno de esos personajes de fábula que se convierten en seres históricos en torno a los que no dejan de generarse más historias. Su vitalidad no es diferente de la de ciertos seres históricos que alcanzan la categoría de personajes de fábula, Alejandro Magno o Carlomagno, o Lee Harvey Oswald, el asesino de Kennedy, héroe de novelas de Norman Mailer o Don DeLillo, que también recurre en el primer capítulo de su novela Submundo a Frank Sinatra o un famoso director del FBI como figurantes, algo parecido a lo que hace James Ellroy en sus novelas negras, de la misma forma que Joe Gores introduce a Dashiell Hammett como fulminante detective de su novela Hammett, que luego sería una película de Wim Wenders, aquí llamada El hombre de Chinatown.
(El uso de signos ya usados puede ser un reconocimiento de insatisfacción o inseguridad: los distribuidores españoles echaron mano de la palabra Chinatown para la película de Wenders, apelando a una película de éxito de Polanski para titular una película en la que evidentemente no confiaban).
En el campo de la literatura popular, y especialmente la policiaca, son frecuentes las repeticiones y las apropiaciones de personajes ajenos, de un modo similar a como un héroe de tebeo o de cine, James Bond o Batman, pasa por las manos de distintos guionistas y dibujantes. Recuerdo ahora el uso del personaje Sherlock Holmes, a quien he encontrado incluso en un cuento de Isaac Asimov. En los momentos más brillantes de esta tradición, el personaje llega a ser considerado real por muchas personas. Alguna vez he oído preguntar si Don Quijote existió de verdad, y lo mismo he oído a propósito de Robin Hood o Robinson Crusoe, tal como podría suceder con los personajes de las Sagradas Escrituras.
Un famoso crítico americano enumeraba no hace mucho en un periódico los tres libros que, según él, los lectores de más juicio elegirían para una isla desierta: la Biblia, las obras de Shakesperare, y el Quijote. En los tres casos se trata de obras de historias que generan historias a partir de ese tipo de personajes que he llamado mitopoéticos: los reyes y los principes de Shakespeare, los figuras santas de la Biblia, y el Quijote. Biblia de los tiempos modernos, llamó al Quijote el crítico Sainte-Beuve. El poder de estos libros es tanto que no sólo producen leyendas siempre repetidas y siempre renovadas o directamente nuevas, sino que son el próspero fundamento de una industria de recuerdos turísticos, según puede comprobar el viajero que se aventure por Inglaterra, Jerusalén o Santiago de Compostela, Roma o la Mancha.
La multiplicación de Quijotes a lo largo de los tiempos ha producido representaciones varias y heterogéneas del héroe, su escudero, su caballo y su burro, dirigidas a todos los sentidos: a la vista, no sólo a través de la letra impresa, sino de películas y estampas, pinturas y esculturas que además pueden ser palpadas, lo que también afecta al tacto; al oído, por medio de la música y la palabra cantada o recitada en público; al olfato y al gusto, por fin, gracias a un surtido admirable de jabones, aceites, embutidos, quesos, carne de membrillo y dulces. Max Aub hablaba bastante razonablemente de la existencia de un Quijote para cada época, pero hoy parece que contamos con un Quijote para cada situación. Su realismo es tan real que nadie puede dudar de su certeza, decía también Max Aub, y nunca acertó tanto como ahora mismo, cuando el Quijote es una repetición que ha alcanzado la categoría de aparato del Estado, Alma de España, como querían Unamuno y toda la generación del 98, aunque el Quijote, como clásico de la literatura universal, quizá sea una invención extranjera, de franceses, alemanes y, sobre todo, ingleses, que lo veían un clásico no por el idealismo de la pieza, sino por su realismo, por el genio de Cervantes para insertar a su fabuloso caballero en vivísimas escenas que captaban sensorialmente la materialidad de su tiempo.
(A propósito del españolismo quijotista, yo recuerdo siempre los versos del Don Juan, de Lord Byron: "Cervantes se rio de la vieja caballería española / y con sólo esta risa abatió el brazo armado / de su país. Y rara vez España ha tenido / héroes desde entonces." ("De todas las historias es ésta la más triste / porque nos hace sonreír", decía Byron, con un verso que sin duda resuena en otro de Jaime Gil de Biedma: "De todas las historias que conozco / sin duda la más triste es la de España").
Pero, para terminar por el momento con el asunto patriótico, nunca, como hoy, se había cumplido más la afirmación del personaje del Quijote Sansón Carrasco refiriéndose al primer libro de la obra: "Los niños lo manosean, los mozos lo leen, los hombres lo entienden y los viejos lo celebran".
Y lo usamos como se usan los materiales usados, siguiendo en esto a su autor, que escribió su libro con material de segunda mano extraído de los libros de caballería, ficciones de mucho entretenimiento y poco provecho, como dice el Tesoro de la Lengua Castellana de Covarrubias. Si hacemos caso a su prólogo, el Quijote sería una invectiva contra los libros de caballería, un gran éxito en el siglo XVI, uno de los primeros éxitos del poder de repetición de la imprenta, aunque en el Quijote aparezca un canónigo de Toledo que los juzga duros, increíbles, largos, necios, disparatados e inútiles, rechazables en una palabra. Cervantes los revivió en su novela, cuando ya eran letra muerta e iban a ser momificados en bibliotecas: trastos viejos, los llamó Gracián. Y el caso es que los libros de caballería habían crecido sobre otras literaturas y otros mitos, sobre narraciones francesas de los siglos XII y XIII, en verso y prosificadas, sobre la épica en torno a Troya, y el rey Arturo, y Carlomagno y los 12 pares de Francia. El Quijote participa así en una ronda de personajes infinitos, inmortales, donde los héroes de Homero bailan con Arturo y Lanzarote y Ginebra, con Tristán e Iseo y el mago Merlín, en el momento en que aparecen Rolando u Orlando o Roldán, adaptándose a distintas adaptaciones y reencarnaciones.
(El caballero Amadís de Gaula fue origen, por ejemplo, de un nombre popular de perro, según encuentro en el libro de Martín de Riquer sobre los caballeros andantes españoles, que cuenta cómo el duque de Gerona, futuro rey Juan I de Aragón, tenía un perro llamado Amadís en 1372; y, en el estudio de Juan Manuel Cacho Blecua sobre el Amadís se cita a Samuel Gili Gaya, que vio en el Archivo Municipal de Lérida un testimonio de una bruja leridana que también llamaba Amadís a su perro).
Las grandes fantasías generan fantasías, y estos personajes de los que vengo hablando son productivos, y el Quijote lo es especialmente. Dicen que el Quijote, además de ser la mejor de todas, es la primera novela, todas nacen o vienen de ella, y, como afirmaba Ortega, toda novela contiene un Quijote en su interior. Todo héroe es un DQ, ni siquiera hay que inventarle nuevas aventuras al Quijote originario, porque todo el que idea nuevos héroes novelísticos inventa nuevos Quijotes. El Quijote es un libro originario, creador, sagrado: Faulkner confesaba leer cada año el Quijote como se lee la Biblia. D. Quijote es un mito, en el sentido religioso, puesto que narra una empresa fundadora, las gestas y el origen de un dios o un héroe. Es un mito, es decir, una creencia que por la fuerza que le es intrínseca y la adhesión que suscita produce comportamientos...
Toda literatura, todo arte, es una forma de religión, de culto a los ante- pasados, que, cuando son míticos, se reproducen míticamente, como ciertos personajes fantásticos, estrellas de la cultura popular, como los diversos Dráculas y vampiresas, el monstruo de Frankenstein y su novia, la momia y la novia de la momia, incluso Mata Hari y la hija de Mata-Hari, protagonista de una película de serie B de los años 50. Estas cosas suceden incluso con el padre del Quijote, Cervantes: existía un Hotel Cervantes en Torremolinos, donde se celebró la elección de Mister Cervantes, según noticia del Times londinense del 4 de junio de 1986, casi veinte años antes de los actos del IV Centenario, hotel que tenía un Restaurante D. Quijote, una Cafetería Sancho Panza y una Discoteca Dulcinea. Encuentro noticia de esta Quijotería turística en el libro de Edward C. Riley, La rara invención. Riley no puede evitar el contagio de la multiplicación mitopoética y, en uno de los artículos del libro, especula sobre Cervantes como padre o antecedente de la teoría narrativa psicoanalítica, fundándose en unas cartas juveniles de Freud. El diálogo de los perros cervantino prefiguraría en los perros parlantes Berganza y Cipión los papeles del paciente y el psicoanalista: el paciente Berganza contaría su vida en el diván del psicoanalista Cipión. "Buscaré brevemente en el relato de Berganza sbre su vida posibles analogías con la retórica del psicoanálisis", dice Riley, y cumple lo dicho. Los monstruos de la literatura y el cine de terror, como Drácula o la criatura de Frankenstein, son, como los mitos en general, seres en los que la muerte no funciona a la perfección, o eso dice Bruce F. Kawin (Telling Again and Again, Repetition in Literature and Film), que los ve como muertos no-muertos condenados a salir de sus tumbas y vivir una parodia de vida: en ese punto cogió Cervantes a sus libros de Caballería, inagotables, basados en la digresión y la proliferación arbórea de aventuras y personajes que eran secuelas de personajes anteriores. Lo interesante es que D. Quijote no es un apéndice de la literatura caballeresca, sino que la literatura caballeresca hoy es un apéndice del Quijote, al que, entretanto, no dejan de surgirle apéndices en forma de películas, tebeos, apropiaciones poéticas, videojuegos e incluso sustancias psicotrópicas como amontillados y aguardientes.
En este juego veo yo mi uso de la leyenda Quijotesca, que hice pensando en las escenografías y montajes de La Fura, con su capacidad para movilizar maquinarias y actores pensados como masas y cuerpos. Los nombres de los personajes, los aparatos prodigiosos, las suplantaciones y duplicaciones de personalidad, los encantamientos y la geografía fantástica venían del Quijote y la caballería, con Ginebra, Hong Kong y Barcelona en el lugar de la Mancha y los reinos imaginarios, las dos cosas al mismo tiempo, en un tiempo fantástico. Quise jugar, más que con los personajes, con la actual apropiación del mito y del personaje, el noble y valeroso caballero loco.
Con el Quijote pasa un poco en la realidad como en la ficción. Erich Auberbach llamó la atención sobre el efecto que la aparición de D. Quijote provoca en la novela de Cervantes: los que lo rodean le siguen la manía con el fin de divertirse. Esto sucede en las ventas del camino, en el palacio de los duques, en Barcelona. La realidad se transforma contagiada por la locura Quijotesca: "la locura de D. Quijote da pie a interminables transformaciones y trucos", dice Auerbach, que llama la atención sobre cómo las personas más normales, en contacto con el loco, se transforman en personajes insospechados: princesas, caballeros errantes... La realidad se transforma en inacabable teatro. Los grandes personajes de ficción acaban siendo tratados como seres reales, de la misma manera, ya veíamos al principio, que hay seres reales que acaban funcionando como personajes de ficción. Últimamente se da mucho un tipo de documental cinematográfico que reconstruye, por ejemplo, la muerte de Hitler en Berlín, en mayo de 1945. Los autores mezclan, o confunden, imágenes reales con tomas de actores, escenarios reales y decorados, en una estrategia para romper la incredulidad del espectador, si es que el espectador no cae en la absoluta incredulidad y siente que las imágenes reales se han contaminado de la ficción de los actores y la tramoya, para llegar a la conclusión de que todo el montaje probablemente sea más falso que cierto. Yo creo, sin embargo, que esta caída en la incredulidad no es lo normal.
Estamos pasando por una época de credulidad, muy religiosa, aunque parezca demostrar lo contrario la evidente pérdida de prestigio de la ficción novelesca que se está produciendo. Hay muchos lectores ansiosos de verdades sólidas, históricas, y consecuentemente leen novelas históricas sobre los Templarios, el pintor Vermeer o Leonardo, o un manuscrito que pasó por las manos de Petrarca antes de llegar a las de Mussolini y ser encontrado en la cartera de un cardenal asesinado durante el conclave que eligió a Benito XVI. Hay una gran ansia de realidad, aunque sea un ansia de realidad maravillosa, y yo recuerdo lo que le escribía Flaubert a Louise Colet, el 25 de diciembre de 1852: "¿Acaso no creemos en la existencia de D. Quijote tanto como en la de César?".
Y así don Quijote merece hoy el culto que recibía un emperador. Es una figura de la historia más que de la imaginación. Está en la sala de estar, en la cocina, en el cuarto de los niños, en la estatua de la plaza pública y en el tenderete de recuerdos turísticos. No recibimos a D. Quijote con ansia de fantasía, sino con verdadera ansia de realidad, una realidad más real que la nuestra cotidiana. Ha sufrido D. Quijote una especie de encantamiento. Erich Auerbach decía también que D. Quijote sentía "una especie de satisfacción triunfante por verse convertido en blanco de los malignos encantadores", porque esa maldición certificaba su categoría de caballero andante extraordinario.